Relatos

Una noche más, una noche menos

—Quiero saber algo, Parker.

—Scott, no empieces.

La risa cantarina de Sophie, que caminaba unos pasos por detrás de ellos, llegó a oídos de Scott. El chico sonrió sin dientes e ignoró la mirada furibunda de Parker mientras seguía diciendo:

—Me corrijo. Necesito saber algo. 

—¿Ese algo tiene que ver con mi disfraz?

—No. —Se llevó una mano al pecho con aire solemne—. Lo juro.

Parker pareció relajarse.

—Adelante, pues.

—¿Cuál es tu puto concepto de oso?

Sophie estalló en carcajadas y Scott tardó nada y menos en unirse. Sus risotadas serpentearon por las calles animadas y nocturnas del vecindario, aunque nadie les prestó demasiada atención. Era Halloween, al fin y al cabo. Demasiados estímulos decorativos como para fijarse en tres adolescentes con pintas raras que deambulaban por ahí con el entusiasmo propio de una tienda de ficus.

—¿Te han dicho alguna vez que eres idiota? —Parker resopló, mitad molesto mitad divertido. 

—Tú. Hoy. Y ayer. Y antes de ayer. Y antes de antes de ayer. 

—Qué sensible eres, bro.

—¿Bro? —Scott alzó las cejas y notó la cara entumecida. Hacía frío, como cualquier otra noche de Halloween que recordara. 

Y eso llevaba a Scott a preguntarse por qué cada gramo de su existencia estaba pasando frío a la intemperie en lugar de quedarse en su habitación, refugiado en el calor de sus lápices de colores y aquella soledad buscada que le sentaba como un oasis. Él no era de celebraciones a lo grande. De pequeño tenía su gracia, vale. Cuando el futuro importaba la mitad y la máxima preocupación de su vida consistía en llegar a casa con una bolsa llena de chucherías, ajeno a lo de fuera, a las dobleces  injustas del mundo. 

Pero ahora nadie lo esperaba al llegar a casa. Y eso de disfrazarse, exponerse más de lo necesario, tiraba de su estómago hacia abajo, envenenándolo con una sensación de vergüenza, pero también de entusiasmo. Porque no lo haces solo por ti. También es por ella

—Sophie me está modernizando. —La voz de pito de Parker le trajo de vuelta, anclándolo a la noche y a todas esas posibilidades que esperaban ser recogidas solo unas calles más abajo. Sophie dio un saltito para ponerse a su altura y Parker y ella se cogieron de la mano. 

—Ya, se nota —repuso Scott, pasándose la mano por los rizos mientras los miraba de arriba abajo. 

Parker y Sophie seguían siendo la pareja más rara del mundo. No solo por sus diferencias, que también, sino por la imagen que daban cuando estaban juntos. Era como ver un planeta ahí, suspendido, con su satélite orbitando alrededor cada vez que se movía. 

Aunque Scott tenía que admitir que aquella noche ambos estaban equilibrados en cuanto a lo ridículo de sus disfraces. La nueva obsesión de Parker era un videojuego de terror indie que se había puesto muy de moda últimamente; en el juego, te convertías en el guarda de seguridad nocturno de una pizzería famosa por los animatrónicos que actuaban para los niños durante el día. El objetivo era sobrevivir a la noche cuando los animatrónicos salían de su escenario y se dirigirían a la garita para devorarte/mutilarte/asesinarte de maneras horribles, pero muy originales. Scott no le veía la gracia: muchos sustos, una mecánica simplona y una historia de fondo más bien previsible, pero Parker no hablaba de otra cosa. Hasta había hecho su trabajo de debate sobre ello. Robots del futuro: cuando tu vida corre peligro por dejar que un androide de tres metros te corte la pizza

Parker no podía no disfrazarse de un animatrónico la noche de Halloween. Era Parker.

Pero el resultado era bastante… desconcertante. En el videojuego, los androides asesinos tenían forma de animal. Parker se había envuelto en un armatoste de cartulina marrón para emular ser un oso con sombrero y pajarita, mientras que Sophie iba disfrazada de polla (a Parker le encantaba decirlo en voz alta con voz sugerente porque se creía el rey del humor) con un pico hecho de cartulina naranja y un vestido ajustado de color amarillo chillón. El contraste era surrealista. Entre que Sophie destacaba por inspirar de todo menos terror y Parker parecía un niño perdido en un centro comercial, las calles parecían demasiado estrechas para Scott y su sentido del ridículo. 

Pero le pasaba cada vez que su mejor amigo abría la boca, así que estaba casi acostumbrado. 

—A ti lo que te pasa es que te da envidia que seamos el centro de atención —dijo Parker, sus ojos azules relampagueando bajo aquel sombrero torcido y cutre—. Si estuviéramos en una fiesta de disfraces, seguro que ganaríamos el tercer premio. Y me atrevería a decir que el segundo.

—Parker, has utilizado dos rollos de papel higiénico para hacer las orejas del disfraz.

—Pero los he gastado primero. ¿Te digo en qué? —inquirió, mirando a Scott con los ojos entornados y una sonrisa traviesa. Scott puso los ojos en blanco y fingió que tenía una arcada.

—No, gracias.

—Tú te lo pierdes. Tenía un par de respuestas preparadas que te hubieran encantado.

—Permíteme dudarlo… bro.

Parker rio e intentó frotarse las manos, pero las cartulinas de los brazos se lo impedían. La calle parecía una corriente negra, naranja y fosforita. El griterío de los niños inundaba todo con su vaivén mientras recorrían una casa tras otra pidiendo golosinas. Los porches del vecindario estaban decorados con ataúdes falsos, esqueletos, calabazas, velas de aspecto tenebroso y lúgubre, telas de araña. Scott estiró las mangas de su jersey. La luna los contemplaba desde el cielo como el ojo de un gigante ciego. 

—¿Has avisado a Max de que ya estamos por aquí? —le preguntó Sophie, mascando chicle. El pico se deslizaba sobre sus labios color caramelo con tanta brusquedad que parecía a punto de caerse. 

—Sí, pero no contesta —respondió Scott, revisando su móvil. Nada. Se suponía que Max y Allison les estarían esperando en la plaza, pero no estaban, así que habían hecho algo de tiempo caminando hacia su casa. Se encogió de hombros—. Les habrá surgido algo de última hora. Vamos a acercarnos un segundo, que no tardamos nada.

—Mi tiempo vale mucho, muchísimo chocolate, Scott —intervino Parker.

—Los osos no hablan, cállate.

—Eh, chicos, esta es buena. ¿Por qué a los osos no les gusta la comida rápida? ¡Porque no pueden atraparla!

Parker rio con exageración; la cartulina que revestía sus hombros se agrietó y rompió, por lo que el disfraz ganó algunos puntos. Sophie y Scott se miraron en silencio, compartiendo el mismo sentimiento de bochorno y ternura. Era una mezcla extraña, una emoción que solo despertaba Parker. 

—¿Por qué te has prestado a esto? —le preguntó Scott a la chica, señalando a su amigo.

Sophie, en lugar de encogerse de hombros o hacer un gesto desdeñoso con las manos, sonrió tan ampliamente que sus ojos se convirtieron en dos medias lunas. 

—No está tan mal —contestó. Después, deslizó uno de sus largos brazos sobre la espalda de Parker y lo abrazó contra ella, agrietando su disfraz por diez mil sitios distintos. 

A Parker no pareció importarle y siguió parloteando sin cesar.

Mientras tanto, Scott asintió como si comprendiera lo que quería decir Sophie. En el fondo de sí mismo, allí donde su corazón luchaba por contenerse, lo entendía. Le pasaba algo muy parecido con Max. Esa ligereza al verse reflejado en sus ojos claros, el tirón repentino en el pecho cada vez que oía su risa, la sensación de ser algo más grande dentro del infinito que los contenía cuando se cogían de la mano. No quería reconocerlo, pero esa noche estaba nervioso. En realidad, siempre se ponía nervioso cuando iba a ver a Max. Le cosquilleaban las manos cuando estaba a solas con sus lápices, con el recuerdo de la chica clavado en las costillas; le ardían los dedos cuando la tenía cerca, y a veces sentía un miedo repentino a colocarle su ya inolvidable mechón morado detrás de la oreja porque no quería resultar demasiado empalagoso. Estaba descubriendo cómo era, aprendiendo a moverse de nuevo en los zapatos de otra persona. Y era extraño y maravilloso y le daba vértigo confiar en alguien de esa manera. Sobre todo porque Max y él habían tenido un comienzo… peculiar. Muy alejado del romanticismo inmediato de esos mitos a los que tanto les gustaba acudir. Habían llegado a odiarse, incluso. 

Y ahora…

Ahora, ¿qué?, se dijo Scott, cabizbajo. Parker estaba haciendo alguna de sus tonterías y Scott le sonrió de lado, sin prestarle demasiada atención. Pensaba en Max. Como de costumbre. Pensaba en aquello sin nombre que compartían. Eran algo. Pero, ¿el qué? Todavía no habían tenido la conversación, el paso previo de cualquier pareja antes de ser pareja. Se comportaban como una, así que Scott no entendía porque le importaba tanto esa ausencia de concepto. Era evidente que Max y él se atraían y que estaban cómodos con el otro. Nunca discutían en serio, se lo pasaban bien juntos, sabían qué montañas les permitía escalar el miedo y se tomaban su tiempo, sin presiones. Era mejor que sus espacios colisionaran en lugar de esperar a que se fundieran. Por encima de todo, seguían teniendo una historia propia al margen de la que pudieran compartir. 

Pero, al contrario de cualquier otra cosa que pudiera dibujar sobre un papel con un juego de escuadras, Scott no sabía medir el amor. Él tenía muy claro lo que sentía, lo que deseaba seguir sintiendo. ¿Y Max? Porque hablar de sentimientos con Max era como meterse en un tanque de tiburones y rezar para que no tuvieran hambre. Había una mancha, en su pasado. Una herida profunda que solo parecía sanar y hacerla libre cuando su voz enfrentaba la indiferencia del mundo y las cuerdas de su guitarra aumentaban el volumen hasta volverlo distinto, más sencillo y atento. ¿Qué pedía Max a las estrellas de su cuarto antes de cerrar los ojos cada noche? Tenían muchas conversaciones pendientes, pero Scott quería darle tiempo, todo el tiempo que tuvieran si era necesario, aunque en las horas más bajas lo suyo conservara el sabor de lo imperfecto.

Al fin y al cabo, había montañas más fáciles de escalar que otras. 

La casa azul de Max apareció frente a sus ojos y Scott estiró la espalda, ahuyentando todas aquellas dudas sin sombra de futuro. Había luz en el salón y la hojarasca se acumulaba sin orden sobre el jardín, espeso y brillante por la humedad. Era la casa menos decorada de toda la calle, aunque los escasos elementos de terror que adornaban el porche y la fachada (un esqueleto de plástico, una bandada de murciélagos también de plástico y una calabaza que parecía auténtica pero olía a plástico) estaban bien distribuidos. Tenían un sentido dentro de su carencia. Obra de Max, sin duda.

Scott llamó al timbre mientras Parker y Sophie se quitaban motas de polvo invisible de sus disfraces, quedándose en un segundo plano y dejando a Scott a cargo de la situación. Sus amigos también eran conscientes de esas promesas que revoloteaban sobre ellos, y les encantaba ayudar a volverlo todo más incómodo con sus indirectas muy directas. Scott se concentró en respirar como un humano normal al escuchar el sonido de unos pasos aproximándose a la puerta. Los nervios le apretaron el estómago como si un grupo de mariposas violentas anidara en él cuando la puerta se abrió de golpe y Max apareció en el umbral.

Como siempre que la veía, no podía quitarse de la cabeza lo guapa que era. Incluso con la cara cubierta por una ligera capa de maquillaje blanco y los labios pintados de un negro tan profundo como una noche sin estrellas, Max estaba increíble. Se había recogido el pelo, corto y oscuro, en dos coletas a ambos lados de la cara; el mechón morado quedaba oculto detrás de su oreja izquierda. Lleva un vestido negro de manga larga que se ajustaba a sus caderas para luego caer, ligero y suelto, hasta sus rodillas. Debajo, asomaban los cuellos de una camisa blanca. Scott le mostró los dientes al sonreír.

—Miércoles Addams, ¿eh?

—No es muy original —soltó Parker por detrás.

—Y te faltan las trenzas —apuntó Sophie, maliciosa.

Max los miró por encima del hombro de Scott y frunció los labios.

—¿De qué vais disfrazados vosotros dos? ¿De payasos?

—Un respeto: somos androides asesinos —respondió Parker, haciendo una reverencia mientras Sophie reía—. Freddy y Chica, encantados de asesinarte. 

Max soltó un resoplido cansado y posó los ojos en Scott. El chico tragó saliva. No le gustaba lo que veía en ellos. Parecían tan… ausentes. Tan de la Max del principio. Aun así, se esforzó en poner su mejor sonrisa y señaló el jersey gris con vetas negras y una mancha blanca en el centro de la tela que llevaba puesto antes de decir:

—Venom. 

—El listón está muy alto, por lo que veo. —Max caminó hacia ellos, cerrando la puerta a sus espaldas.

—¿Y Allison? —preguntó Scott, sin moverse. Max cuadró los hombros, se estiró como si alguien acabara de insultarla. La tensión era una corriente de aire helado entre ellos, y el chico no entendía nada—. ¿No viene con nosotros?

—Mi hermana… Allison no se ha despertado muy bien hoy. Es mejor que se quede descansando. Ya sabéis —contestó, y la voz le temblaba ligeramente. 

No hizo falta que dijera nada más. Los tres asintieron y siguieron a Max hasta que sus pies tocaron el asfalto quemado de la calle, y el mundo hizo ruido de nuevo. Scott se mantuvo cerca de ella; quería cogerla de la mano, pero tenía los puños cerrados y todo en su cuerpo gritaba que la dejaran en paz. Scott sentía muchísima pena por Allison: adoraba Halloween. Las últimas semanas habían hablado de todo lo que pensaban hacer aquella noche, y Scott recordaba ese brillo inapagable en sus ojos; eran como dos soles. Celebrar que el tratamiento estaba yendo bien junto a Max la colmaba de ilusión, y a Max también: iba a ser su primera salida de hermanas a lo grande. 

Pero el tiempo tenía dos caras y era así de caprichoso. Scott imaginaba lo mal que lo deberían estar pasando ambas, pero sí Max estaba allí era porque necesitaba normalidad. Despejarse, dejar a un lado los problemas por unas horas antes de volver a ellos. Que hubiera decidido salir en lugar de quedarse en casa con la guitarra era un paso enorme en su dirección. Y no podía ignorarlo, así que rozó con disimulo sus nudillos. Max alzó la mirada y Scott inclinó la cabeza, apretó los dientes. Estoy aquí, ¿vale? Max pareció entenderlo, porque sonrió un poco y la tensión se redujo a la mitad.

—¿Por qué casa empezamos? —inquirió Parker. El disfraz estaba tan destrozado que se frotó las manos sin esfuerzo.

—No me digas que pretendes pedir caramelos con esas pintas. —Scott empleó el mismo tono que usaba en clase cuando le tocaba exponer un trabajo que iba para matrícula. 

—Pues claro. ¿Para qué me disfrazo, sino?

—¿Por diversión? ¿Porque no tenías nada mejor que hacer?

—Vivimos en el capitalismo más absoluto y cruel. No podemos hacer nada gratis.

—Parker, me pregunto por qué no eres rico todavía con esa mentalidad de tiburón —dijo Max, y por fin empezaba a sonar como ella, y no como a su fantasma. 

Parker la miró con rencor.

—Si me hubieras dejado mandar ese vídeo tuyo cantando a The Voice, ahora tú serías famosa, yo me habría convertido en tu manager y ambos estaríamos forrados. 

—¿Quieres que te rompa el teléfono esta vez? —le amenazó Max, las sombras arremolinándose en el borde de sus labios estirados—. Porque el otro día estábamos en el comedor y no quería que me pusieran un parte por agresión. 

—Scott, ¿ves negocio en hacer retratos desnudos a domicilio? —Parker se giró hacia él, sujetándose el sombrero con fuerza para que no se lo llevara el viento.

Scott le contempló sin parpadear. 

—Mejor vete a pedir chuches, anda.

A todos les costó reconocerlo, pero escuchar a Parker gritar ¡truco o trato! de casa en casa era más gracioso que ridículo. Sobre todo cuando no le abrían la puerta o le preguntaban dónde estaban sus padres. En vista de que nadie reconocía su disfraz, Parker decidió que el sombrero le era más útil para recoger las golosinas que le daban tras mucho mendigar. Scott y Sophie se dieron un banquete de chocolate y Max atacó todas las chucherías ácidas cuando Parker les dejó a cargo el sombrero mientras buscaba algún arbusto escondido para aliviar su vejiga; cuando volvió con ellos, ya más Parker que oso, les estuvo hablando a gritos sobre no sé qué código moral que habían roto y mil estupideces más que les hicieron reír a carcajada limpia. Como castigo, todos tenían que pedir golosinas, lo que derivó en una competición que terminó ganando Parker porque era al único al que le importaba realmente.  

La noche se volvía más y más fría a medida que avanzaba. A pesar de esa inseguridad que latía debajo como una segunda piel, Scott estaba pasando un buen rato. Pero Max no terminaba de integrarse. Sonreía como Max, sonaba como Max y hasta el roce de sus dedos cuando se habían dado la mano antes al cruzar una calle era similar al de la Max que vio y tocó ayer, libre de preocupaciones y sobresaltos, pero su mirada era un atardecer que no acababa. Quizás podía engañar al resto, pero Scott la conocía. 

Era su algo, al fin y al cabo. 

—¿Estás bien? —le susurró, tirando de ella para que se quedaran ligeramente rezagados.

Max ladeó la cabeza, distante. La luz de las farolas rebotaba contra sus mejillas, su blanco cuello. El mechón morado volvía ser libre y le azotaba el rostro con cada golpe de viento.

—Sí —respondió, mirando con nerviosismo a Parker y a Sophie por si los estaban oyendo. Sophie se había quitado el pico y besuqueaba a Parker cada vez que intentaba hablar de robots, así que era como si estuvieran solos—. ¿No se nota?

—¿La verdad? No mucho. 

—Pues aprende a fijarte mejor —le soltó. Scott chistó la lengua y aceleró el paso, pero Max lo agarró del brazo y suspiró, rendida—. Perdona. No pretendía sonar tan borde. Es que no puedo dejar de pensar en Allison. Estaba tan emocionada… casi como Parker, pero sin dar tanta grima —bromeó, y su sonrisa creció por un solitario instante—. Pero esta mañana se ha levantado cansada y mareada. Ha estado tumbada todo el día en el sofá, intentando descansar para ver si mejoraba y podía salir aunque fuera un rato. Mi madre le había hecho un disfraz de Elsa maligna. Estaba tan guapa, con su capa y sus guantes… —Max se mordió el labio. Cuando sus ojos quedaron a la misma altura, el chico vio que brillaban—. Entiéndeme, Scott; Allison siempre ha pasado las fechas  más señaladas en el hospital o demasiado enferma como para disfrutar de cualquier celebración. Le prometí que este Halloween sería distinto y ella me creyó. Y no puedo evitar pensar que he vuelto a fallarle de alguna manera. Estoy… estoy harta de que todo siga siendo como cuando éramos pequeñas, de no poder hacer otra cosa que esperar, de que ella tenga que ver la vida pasar en lugar de vivirla.

Ahí estaba la herida, creciendo entre ellos como un abismo de nostalgia y oscuridad. Max se había cruzado de brazos al hablar, su cara convertida en una máscara de fastidio por haber tenido que exponerse demasiado. Pero estaba a un suspiro de distancia de Scott; se mantenía cerca, como si no pudiera soportar la idea de alejarse otra vez, y en ese momento Scott se dio cuenta de que no importaba el cómo, solo el quién. 

Para ellos sería una noche menos, pero también una noche más. 

—A lo mejor no tiene por qué seguir perdiendo. Ninguno de nosotros tiene por qué hacerlo —murmuró. Max enarcó una ceja. 

—¿Qué?

—¿Y si pudiéramos llevarle Halloween a tu hermana?

—No te sigo. 

Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, Scott había reducido aún más el suspiro que los separaba. De pronto, el aroma de Max se colaba por su nariz y echaba raíces en su pecho, llenándolo de calma, de primavera. Scott alzó la mano y acarició con aire distraído aquel mechón morado antes de metérselo detrás de la oreja con ternura. Sus dedos cayeron sobre la mejilla de Max, entonces, y ella se estremeció de anhelo. 

Confía en mí. Venga. La chica, sin romper el contacto visual, apoyó su pequeña mano sobre la de Scott y la apartó de su cara para que pudieran entrelazar los dedos. Piel con piel, hasta que ni una sola voluta de viento fue capaz de separarlos. Y, mientras, sus ojos hablaban sin barreras. Sophie y Parker les esperaban al final de la calle, Manhattan era una ventana abierta a la oscuridad sin luz, y a ellos les daba igual. Era todo tan intenso, tan de verdad, que Scott se olvidó hasta de respirar. El frío de octubre era un arañazo sin ganas en sus costillas.  

—Sea lo que sea lo que pretendes —paladeó Max con lentitud—, más te vale que terminemos en un sitio calentito.

Scott tragó saliva y le faltó tiempo para girarse y gritar:

—¡Chicos, Max y yo nos vamos! Seguid haciendo el ridículo, nos vemos otro día.

Sophie les gritó que fueran buenos y Parker se alejó con ella sin parar de hacer bromas de osos. Los árboles susurraron sobre sus cabezas, el aire era dulce y tembloroso como el eco producido por las cuerdas de una guitarra. Max parecía notarlo desde fuera hacia dentro, porque le dedicó una sonrisa tímida y tiró de sus manos unidas para acercarlo más a ella.

—Después de ti —le susurró en la oreja. 

Scott sintió cada latido de su corazón, renovado. No sabía cuándo acabaría aquella noche, si habían empezado a ser en pasado o todavía recordaban en el ahora, pero lo que despertaba la voz de Max en él, esa invitación silenciosa a quedarse un poco o una vida más, era suficiente. 

Sí, sí que lo era.

***

La luna sostenía el cielo, y no al revés. Max la contemplaba mientras caminaba rumbo a lo desconocido de la mano de Scott. Echaba de menos que hubiera estrellas de verdad flotando allí arriba, desperdigadas como lunares brillantes, pero su vecindario seguía siendo Manhattan aunque las calles olieran a bosque y el silencio pareciera casi una obligación cuando caía el sol. 

A pesar de la contaminación, desde su mirador era capaz de contemplar un cielo muy distinto. Desde allí, con la sombra de la ciudad que nunca dormía vigilándola, casi podía contar las estrellas, incluso ver alguna cayendo en picado hasta desaparecer. Desde allí, todo parecía a su alcance. Las estrellas, la ciudad, los sueños. El perdón. 

Pero no era el momento de ponerse nostálgica. No estaba a solas con su guitarra y sus recuerdos, estaba con Scott. 

Y él se merecía estar con ella también, y no con una chica que seguía esperando que cambiara algo sin saber el qué. 

—¿Preparada para flipar? —le estaba preguntando Scott. 

Max apartó la mirada del cielo y observó sus ojos oscuros, el pelo revuelto, aquella sonrisa  que le cruzaba la cara y que parecía reservada solo para ella. Estaba guapo. Muy guapo. Max notó un tirón en el estómago y olvidó que en algún momento había sido una chica fría sin sentimientos al pegarse más a él. 

—Scott, esta noche estás muy… muy poco tú. ¿Te encuentras bien?

Lo que no se le iba a olvidar nunca era lo bien que se lo pasaba metiéndose con él.

—Perfectamente. Estoy tomando la iniciativa para impresionarte.

—No hace falta que me impresiones, bobo.

—¿Porque ya lo hago? —El ego de Scott era más grande que cualquiera de las casas que estaban dejando atrás. 

—Bueno… —respondió Max, alargando la primera sílaba y sonriendo por dentro.

El efecto fue inmediato.

—¿Cómo que bueno? —exclamó Scott, dolido—. Admite que soy una caja de sorpresas.

—Cuando no estás obsesionado con mantener todo controlado a tu alrededor, sí que desconciertas bastante. 

—Si no hubiera montado el numerito en aquella terraza, tú todavía me estarías huyendo por los pasillos.

—Me sigues debiendo una Coca-Cola. —Max intentó sonar seria, pero ni de coña podría teniendo a Scott tan cerca. Sus hombros se rozaban, sus aromas se buscaban. Había tensión entre sus cuerpos, la clase de tensión que pide más y nace en las venas y lo consume todo a su paso. 

Scott también parecía notar ese cambio en el ambiente, porque se peinó los rizos con nerviosismo y aminoró la marcha, aunque siguió con la broma:

—Lo siento, no llevo ninguna encima ahora.

—¿Y cómo piensas compensarme?

Las calles se vaciaban lentamente de niños satisfechos y adultos con la mandíbula desencajada de tanto bostezar. No había un silencio absoluto, pero los huesos de Max lo sentían. Ese cosquilleo al verse reflejada en los ojos de Scott. Esa necesidad de parar, de ser solo alguien en brazos de alguien. 

Era como el verso de esa canción que había escrito al poco de conocerle: no puedes saber que cuando llegas empieza la tormenta, pero también la calma.

Scott y Max se quedaron quietos en medio de aquella calle sin nombre, frente a frente, retándose con la mirada. Max se moría por besarlo, pero ella también tenía su ego. Un ego con una debilidad bastante importante por los chicos frikis con pelo rizado y lunares en el cuello. Max ya estaba entreabriendo los labios cuando Scott se adelantó y presionó su boca contra la suya. Max acogió el beso con ganas, su lengua buscando a su compañera de baile mientras una canción sin melodía latía en su pecho, frenético de deseo. La piel le ardía, y cuando el beso aumentó de intensidad y pensó que iba a perder el control, Scott se retiró, jadeando.

—Deja de distraerme y sígueme. 

Max hizo un puchero, pero no protestó. Tampoco pretendía arrastrarle a un arbusto y quitarle la ropa teniendo en cuenta que no habían pasado de la segunda base, pero sentía los labios hinchados y un hormigueo muy interesante en el estómago, y se prometió que la próxima vez que no hubiera sorpresas de por medio, Scott y ella iban a tener una charlita sobre lo mucho que se estaba retrasando su Home Run

La chica no tenía ni puñetera idea de a dónde pensaba llevarla Scott, pero tenía que admitir que salir había sido una buena decisión, aunque una parte de ella seguía intranquila por Allison. Todavía recordaba su cara de desilusión, la tristeza clavada en el fondo de sus ojos claros mientras la animaba a salir y a pasárselo bien. Max había insistido en quedarse, pero Allison prácticamente la había arrastrado hasta la puerta antes de volver al sofá. Diana y ella la convencieron de que pasarían la noche viendo películas de terror para que no se sintiera culpable, pero conociéndolas se limitarían a dejar que las horas pasaran sin hacer nada hasta que Max volviera a casa y revivieran para fingir que todo estaba bien. Cuidaban tanto las unas de las otras que se conocía todos los trucos. 

Si Allison hubiera podido venir, la noche sería perfecta. Pero esa clase de pensamientos no eran justos, ni para ella ni para el chico que caminaba a su lado con cara de concentración, así que Max se esforzó en relegarlos a esa parte de su corazón que nadaba en el idioma de la pérdida y clavó la mirada en sus manos unidas. Scott tenía la mano muy grande en comparación. Quizás debería bromear sobre eso para ponerle nervioso y robarle uno, dos besos más. Iba a hacerlo, pero entonces Scott se detuvo frente a una casa de fachada azul y un jardín que pedía a gritos un poco más de cuidado. Max reconoció el esqueleto que había puesto esa mañana, sola; la calabaza que había estado a punto de no comprar. 

La luz del salón seguía encendida.

—¿Qué hacemos en mi casa? —Max miró a Scott con desconfianza.  

El chico se aclaró la garganta, jugueteó con los dedos de Max como si fueran los suyos. 

—He pensado que por muchos planes que tuviéramos esta noche, ninguno es realmente importante si no podemos estar cerca de las personas a las que queremos. Porque lo que de verdad marca la diferencia entre algo inolvidable y un momento más en lo que es la vida, al final, es con quién  decidimos compartir los latidos que nos quedan. —Scott volvió a colocarle el pelo detrás de la oreja, pero Max apenas sintió el roce. Estaba demasiado ocupada intentando no llorar—. Allison no debería perderse una noche como esta. Y tú puedes hacerla mejor, solo tienes que estar a su lado.

—No… no lo entiendo.

—Halloween no es solo salir y disfrazarse. Se puede celebrar de muchas formas. Podemos ver películas de terror, contar historias de miedo, invocar a un espíritu del más allá…

—Tú no crees en esas cosas.

—Pero, por si acaso, no me obligues a hacerlo.

Max rio, secándose los ojos con disimulo. El temor repentino a la despedida ascendió por su garganta y preguntó, con urgencia:

—¿Estarás conmigo? ¿Con nosotras? —se corrigió.

—¿Tú quieres? —Scott sonaba tan emocionado que Max se mordió el labio para no acabar con sus dudas a besos.

—Claro. Pero, ¿de verdad prefieres pasar Halloween en mi casa en vez de ir a cualquier otro sitio con tus amigos?

—Es importante para ti. Y ya sabes que yo no soy mucho de multitudes ni de fiestas ni de amigos, así que…

—Estás describiendo, literalmente, todo lo divertido de esta vida. 

Max se dio cuenta de que sentía algo por Scott el día que empezó a añorar su risa. Era tan fresca, tan de verdad. Le encantaba escucharla. Por eso, cuando terminó de reír, le cogió la cara con las manos para darle un beso, y puede que luego otro, y otro, y pensaba que Scott quería lo mismo porque sonreía de impaciencia, como si los sacudiera el mismo deseo. 

Pero, para su sorpresa, el chico se inclinó sobre ella solo para decirle:

—Pues todavía no has visto nada.

Acto seguido, Scott corrió hacia su casa. Atravesó el jardín y, de un salto, se agarró a la tubería de la fachada que subía (¿subía o bajaba?) hasta el tejado, y que quedaba a solo unos centímetros de la ventana del cuarto de Max. La chica sufrió un déjà vu y corrió tras él.

—Scott, ¿qué haces? —siseó, dándose golpecitos en los brazos.

Scott, que había empezado a escalar por la tubería, se detuvo y la miró desde arriba. Sonreía.

—¿Tú que crees? Una performance de Halloween.

—Si pretendes romperte la cabeza contra el suelo y hacer de muerto viviente, lo entiendo. Pero olvídate de besos —le amenazó.

—Vamos a darle un susto a tu familia. Este es el plan: me cuelo por la ventana mientras tú entras en casa diciendo que estás en peligro porque te persigue el simbionte asesino.

—¿El simbionte asesino?

Scott dejó de escalar un instante para mirarla con las cejas arqueadas.

—Soy Venom —recalcó como si fuera obvio. Max puso los ojos en blanco. Con ese comentario, estaba un poco menos preocupada por él—. Entras en casa y las asustas, y yo mientras  tanto hago ruido en tu cuarto y bajo las escaleras haciendo sonidos raros, como si de verdad hubiera un asesino en casa. Y luego gritamos ¡truco o trato! y ya, todos contentos. A Allison le encantaba pasar miedo, ¿no?

—Te vas a caer. 

—Tengo práctica, ¿lo recuerdas? Me obligaste a subir una vez,

—¡Sí, pero no me daba tanto pánico la idea de que te matases! —exclamó, a media voz. Seguía siendo raro discutir en susurros.

Scott, que ya estaba a punto de alcanzar su ventana, agachó la cabeza y se atrevió incluso a balancearse un poco. Está disfrutando, el muy imbécil

—Así que ahora sí que te importo, ¿eh?

—¿Y no prefieres hacer una perfomance menos peligrosa? —le suplicó Max, vigilando que no hubiera movimientos en las cortinas del salón—. Podrías estar a una altura más normal y quedarte boca abajo. ¿No había una escena en la película de Spiderman en la que se besaba con la chica en esa posición mientras llovía?

—¡Pero es que yo soy Venom!

—¡Scott!

—¡Venga, que nos van a oír! Entra.

El viento se colaba por los pliegues de su vestido, más gélido que hace unos minutos. Max soltó una maldición y esperó a que Scott tuviera medio cuerpo dentro de su habitación para sacar las llaves y dirigirse a la puerta de la entrada. Le encantaban las bromas, pero no tuvo que fingir el miedo que caía como gotas de lluvia por su cara cuando abrió la puerta. Diana y Allison estaban tumbadas en el sofá, leyendo. La televisión estaba apagada y no había rastro de diversión en sus ojos. Max ignoró la punzada que la atravesó por dentro y cerró la puerta con fuerza, atrayendo su atención. La chica fingió que lloraba, tapándose la cara con las manos, mientras se lanzaba sobre ellas.

—Max, ¿qué te pasa? —Allison intentó verle la cara, pero Max no se dejó y empezó a gritar:

—¡El simbionte asesino me persigue! ¡Estamos en peligro, mamá, Allison, socorro!

—¿Quién? ¿Qué dices? —preguntó Diana con su tranquilidad habitual.

Las tres empezaron a escuchar los primeros ruidos en la habitación de Max. Como si algo se arrastrara por el suelo. Max sonrió detrás de sus dedos al percibir el nerviosismo de su familia y murmuró con voz queda:

—Vamos a morir. Oh, vamos a morir.

—Esto no tiene sentido. Voy a investigar. 

Su madre se puso de pie y agarró una lámpara. Los ruidos sonaban cada vez más cerca, casi al borde de las escaleras. Scott no tardaría en asomarse. Max, a la que la idea de que Scott terminara con un castañazo en los dientes le hacía poca gracia porque eso implicaría quedarse sin besos al menos un par de días, se apresuró a seguirla para quitarle la lámpara de las manos y retrocedió hasta la puerta.

—Es muy peligroso. Debemos escondernos antes de que nos vea. —Allison y Diana la miraron con el ceño fruncido y Max empezó a impacientarse—. ¿A qué esperáis? ¡Rápido!

Y su madre hizo lo que a ninguna madre se le ocurriría hacer en esa situación: romper a reír. Diana reía tan alto y tan fuerte que era casi un insulto. Max abrió y cerró la boca, incrédula, buscando respuestas en Allison. Su hermana había vuelto a acomodarse en el sofá y le dedicaba una sonrisa pícara.  

—Ya. Ese asesino, por curiosidad, no tendrá el pelo rizado y una boca, ¿verdad? 

Allison se dio un golpecito en los labios, y Max se palpó los suyos, confusa. El pintalabios. El beso. Corrió a mirarse a un espejo del recibidor, notando cómo todo el calor de su cuerpo acudía raudo a sus mejillas. Efectivamente; tenía pintura negra cuarteada sobre los labios porque el resto se encontraba fuera de los límites de su boca, ascendiendo por la piel sin sentido como si quisiera pellizcar sus pómulos. Max se encogió de hombros.

—Bueno, no podía salir peor que esto.

En ese momento Scott, que estaba emitiendo sonidos guturales mientras bajaba los escalones, soltó una palabrota y comenzaron a oírse gruñidos y golpes secos hasta que aterrizó despatarrado sobre el suelo del salón. Max se había olvidado de advertirle que Diana había pulido todos los suelos de la casa el día anterior, por lo que las escaleras estaban más resbaladizas de lo habitual. Scott se incorporó, rojo de vergüenza. Todo el pintalabios que faltaba en la boca de Max, estaba sobre la de Scott. Quiso pegarle, y luego quiso pegarse a sí misma. Maldita falta de luz.

—Feliz Halloween —murmuró el chico, y a Max le entraron ganas de saltar por la ventana y no volver.

Al final, tampoco fue para tanto. Tras recibir la correspondiente bronca de madre de Diana por haber hecho algo tan imprudente y quitarse los restos de pintalabios de la cara entre miradas furtivas, Max se sentó en el sofá, con Allison a un lado y Scott a otro. Habían estado hablando de todo un poco hasta que lo vivido anteriormente se convirtió en otra anécdota más para la lista de cosas alucinantes que le pasan a Maxine Wallace. El nombre de la lista había sido cosa de Scott, claro, y Diana y Allison se lo pasaron de lo lindo viendo cómo Max se metía con él porque le consideraba como mucho un seis, y los seis no eran un número alucinante. 

Todo el mundo sabía que Max estaba mintiendo. Incluso la propia Max. 

Cumpliendo con los planes improvisados de aquella noche aún más improvisada, encendieron la televisión para ver una película de terror cualquiera. Diana se levantó para hacer palomitas y traer todas las golosinas que tuviera por la cocina. Allison no dejaba de sonreír, mirando a Max de reojo cada poco como si no pudiera creer que estuviera realmente allí. Max fingía que no se daba cuenta mientras le acariciaba el dorso de la mano. Recostada sobre el pecho de Scott y aferrada a la mano de su hermana, se sentía segura. Y feliz. Muy feliz. 

He pensado que por muchos planes que tuviéramos esta noche, ninguno es realmente importante si no podemos estar cerca de las personas a las que queremos. Eso le había dicho Scott.  Y él estaba allí. Quería quedarse junto a ella esa noche. Quizás más, muchas más noches. Días enteros. ¿Eso significaba… lo que creía que significaba? 

—¿Estás bien? 

La pregunta de Scott la pilló desprevenida. Pero era normal que preguntara; Max le estaba mirando fijamente, embobada, y ella solo hacía eso antes de soltar un insulto o un comentario sarcástico. Supuso que era lo que el chico esperaba, pero en su lugar se mordió los carrillos y volvió a acomodarse en su pecho, nerviosa.  

—Sí. Muy bien. Gracias. ¿Y tú? ¿Estás bien? 

—Todavía tengo taquicardias cuando pienso en mi pequeña sesión de escalada, pero sobreviviré.

—Ya te digo, es imposible no oír los gritos de tu corazón.

—¿Qué dice?

—Que eres idiota.

—Vaya, no sabía que mi voz interior era Parker.

Max rio bajito y siguió hablando en susurros para que Allison no escuchara su conversación. Su hermana no era una entrometida, pero mejor no tentar a la suerte. 

—Es que se te ha ido la pinza.

—Me sale ser mejor. Contigo —le soltó, y sonaba como si las palabras ardieran contra su paladar.

Max alzó la mirada. Los rizos caían por su frente, desperdigados. Como si esperaran el roce de sus dedos para volver a ser lo de siempre. ¿Y qué era lo de siempre, si ellos cada vez se mostraban más distintos a como se conocieron? Los ojos de Scott decían tanto… y los suyos tenían tanto vértigo que solo miraban. 

—¿Ser mejor incluye colarse en casas ajenas? Que no lo escuchen las autoridades —bromeó, con la voz ronca. 

—No me refería a eso. Es… no sé explicarlo. Asustas mis miedos. Y solo noto las ganas.

Ahí estaba. Una puerta entornada, una mano tendida, la oportunidad velada de sincerarse y seguir siendo lo mismo, pero distinto. Max tenía tanto miedo a expresar en voz alta cómo se sentía que prefirió dejar el momento pasar. Pero tenía que saberlo. Scott tenía que saber que ella también era mejor gracias a él.

—Te entiendo —musitó, esperando que fuera suficiente. No solo para Scott, sino para los dos—. Yo también siento lo mismo. 

Scott sonrió y le dio un beso rápido en la frente. Max volvió a refugiarse en su jersey para calmar lentamente el estruendo de su propio corazón. El pecho de Scott se movía, por fin, tranquilo. Ajeno al océano de dudas que bullía en el de Max. La chica sabía que a veces huir no era la respuesta más adecuada. Que en el mejor de los casos solo se perdían sueños y, en el peor, personas. El recuerdo de su padre era un ejemplo demasiado doloroso y vivo para pasarlo por alto, y no soportaba la idea de estar cometiendo los mismos errores. 

Pero ella tampoco quería marcharse. Lo que sentía por Scott la asustaba, vale, pero eso era solo porque había aprendido a querer y a retroceder para salvarse al mismo tiempo. Lo superaría. Con tiempo, con su familia, con Scott. Ordenaría su vida, pondría cada sentimiento en su sitio. Por noches como aquella, merecía la pena intentarlo.

Hasta entonces… ¿le bastaba? ¿Era suficiente?

Max cerró los ojos, abrazó con fuerza a Scott. Sí, sí que lo era. 

Ayer, hoy y siempre.