Relatos

El cuarto de cristales rotos

Una vez leí, no sé dónde, una frase que decía: «no hay nada más intenso que el terror de perder la identidad». Cuando estaba entero y me levantaba sabiendo quién era todas las mañanas, pensaba que era una frase bonita y cierta. Sin más. De esas que pones en una foto antes de subirla a alguna red social o sobre la que reflexionas en un examen de filosofía. Pero ahora, desde que siento que mi mente es como un cuarto lleno de cristales rotos, no puedo dejar de pensar en ella. Entiendo a lo que se refiere. La frase. Está viva. Me asalta cuando cierro los ojos, cuando creo estar tranquilo estudiando, hablando con mis amigos, escuchando música; cuando siento las cosas como son, con normalidad. Y entonces llega esa emoción incontrolable, el sobresalto, ese frenesí por entenderlo todo, las ganas de perderse. De no volver a lo de antes, de escapar.

Pero también llega el miedo. Estar en mi cabeza es como meterse en una batidora sobre la que no paran de caer ingredientes con el botón de triturar atascado. Esa es la mejor manera que he encontrado para describir mi estado estos días: tengo el cerebro sobrecargado, noto pensamientos, imágenes, recuerdos que no puedo contar porque parecen infinitos cayendo unos sobre otros, acumulándose, y yo no soy capaz de liberarlos, no puedo dejarlos marchar. Cuando intento agarrar uno se escurre entre los hilos de mi pensamiento como si intentara atrapar la esencia misma del mar sumergiendo la mano en sus aguas. No sé dónde está el límite. Tengo miedo a no poder contenerlos, a que no dejen espacio a momentos que verdaderamente importen, a todas las cosas buenas y alegres que me rodean, que a veces respiran en mí. Tengo miedo a perder el control, a descubrir que en realidad todas esas cosas no existen.

Tengo miedo a dejar de ser yo. Tengo miedo a haber perdido ya mi identidad y no haberme dado cuenta. Tengo miedo a que el mundo descubra que soy irrecuperable. A descubrirlo yo.

—Alexander, ¿me pasas la sal?

La voz de papá me obliga a alzar la cabeza, sacándome de mi batiburrillo mental, y es entonces cuando recuerdo que no estoy solo. Es mi primer fin de semana en casa desde que entré al psiquiátrico y estoy cenando con mis padres en la cocina. Las primeras sombras de una noche que mantiene el cielo despejado, aburrido, se agolpan tras la ventana, el mundo no se oye. La grieta que la dividía en dos como una herida mal cerrada no está, han debido de cambiar el cristal en mi ausencia. También han colocado una alfombra de aspecto imperial y color burdeos en el salón, mamá no lleva su habitual trenza porque se ha cortado el pelo y la casa huele a lavanda porque han puesto incienso por todas partes. El resto sigue siendo lo mismo. ¿Cómo esperaba que fuera? Nada puede cambiar tanto en un mes y medio. ¿O sí?

Le alcanzo el bote de sal a papá y él me lanza una sonrisa despistada a la que no correspondo. Vuelvo a mi posición: codos sobre la mesa, cabeza inclinada, flequillo desperdigado sobre los ojos y manos crispadas en los bordes del plato mientras mastico sin ganas el filete. Eso es lo que ellos ven, lo que empieza a escapar de mi control. Debajo, noto una montaña rusa en el estómago. Las rodillas me tiemblan como si tuvieran vida propia y quisieran irse lejos, muy lejos de aquí; volver corriendo al psiquiátrico, dar tres vueltas a la manzana, buscar algún rincón en esta triste ciudad que no prohíba el silencio. Pero estoy sentado, tengo que permanecer sentado. Es lo que se espera de mí. Y sonreír, tengo que acordarme de sonreír, porque en teoría estoy contento con mi vida, con los cambios que me permiten estar fuera, estar sano.

Apariencias. Yo no sería nada sin ellas. Porque sí, estoy bien, claro que me siento bien, pero el problema es hoy.

Hoy no tengo motivos para no ser solo yo.

—¿Qué tal esta última semana? —pregunta mamá, que ya ha terminado de cenar y me mira con expresión cauta desde la silla.

Sesión de preguntas de rigor. Ya tocaba, supongo. Desde que llegamos del centro ayer, no hemos parado de hacer cosas juntos. Mucho movimiento, pocas palabras. En 24 horas nos ha dado tiempo a ir al cine, jugar a las cartas, cocinar un bizcocho de limón, ver dos series de las que apenas me he enterado… Como una canción pegadiza y compuesta por notas altas y estridentes; así funciona mi atención cada vez que algo más interesante pasa frente a mis ojos o pienso en ella, y entonces no existe nada más.  Como ahora.

Me aparto el pelo de la frente y miro a mamá, que espera mi respuesta a una pregunta que ya he olvidado.

—¿Qué?

—Te preguntaba cómo te has encontrado estos días —repite, y un destello de alarma sacude el fondo de sus ojos claros mientras cruza una mirada con mi padre, al otro lado de la mesa. Ahora que me fijo, los dos han terminado de cenar y me miran, cada uno en un extremo. Me siento como el acusado de un juicio al que van a condenar culpable desde el principio, diga lo que diga—. ¿Qué tal con tus amigos?

Encogiéndome de hombros, dejo caer las manos sobre las piernas. Las presiono sin suavidad, para que dejen de moverse. No lo consigo.

—Bien, lo normal. —Mi voz suena aburrida y desinflada, así me apresuro a cuadrar la espalda y a mostrarles a ambos una esplendorosa sonrisa—. Quiero decir, estoy genial y nos lo pasamos muy bien cuando estamos todos juntos y en las actividades que nos propone el centro —digo, con excesiva jovialidad. Se van a dar cuenta de que actúo como un autómata. Me tiemblan las comisuras de los labios, no sé cuánto tiempo voy a poder seguir fingiendo. La silla está dura, oigo mis pies descalzos rebotando contra el suelo una, dos, tres, hasta cuatro veces por segundo. ¿Eso que noto deslizándose por mis sienes es sudor? Solo quiero levantarme y llegar a mi cuarto para ser libre, libre, pero veo que mis padres asienten y están tranquilos, y me doy un tirón mental para aguantar un poco más—. Halloween fue muy especial.

Prueba superada. Dejan de mirarme con ojos de inquisidor y yo puedo volver a mi filete y soltar toda la tensión acumulada.

En realidad no he mentido. No del todo. Halloween rebota entre los afilados bordes de mi memoria siempre que me distraigo. Como un día tachado en un calendario que no pasa de página. Fue el inicio de todo. Otra vez. Me quedé despierto toda la noche para preparar un buen disfraz; no podía dejar de rebuscar en el armario compulsivamente, obsesionado con encontrar la ropa definitiva mientras decía en voz alta todas las ideas que se me iban ocurriendo. No recibía respuesta porque Gus estaba dormido; sus ojos se afilaron aún más cuando se despertó por la mañana y me encontró vestido de vampiro, casi dando saltos por la habitación mientras le instaba a vestirse igual. Después el comedor, ella, el taller de pintar caras, ella, esa película de terror de la que no recuerdo el título, ella. La escapada del psiquiátrico durante la noche, ser adolescente por unas horas. Gus haciendo el baile de la ola, Elizabeth moviéndose lejos de él cada vez que nos juntábamos en el centro de la pista, yo olvidándome hasta de mi nombre cuando la música se derramó por todo mi cuerpo, despejándome, despejando mi cabeza de miedos… Sí, había estado bien. A medias.

Todo lo que no la contempla a ella, a Becca, me hace sentir a medias.

—He pensado que estas Navidades podíamos hacer algo distinto —dice mi padre, levantándose para recoger la mesa. Está más joven que cuando me fui. Igual es porque se ha recortado la barba o por la camiseta ajustada que lleva. Tiene cuerpo de futbolista, me suena que una vez comentó que había estado en un equipo de fútbol a los dieciocho—. Ir a pasar el día a Salisbury, o algo así.

Mastico otro cacho de filete, me sabe insípido. El recuerdo de Halloween se evapora, pero su imagen no. Becca. Echo de menos a Becca. Echo de menos las pecas que tiene por toda la cara, como pinceladas de otoño; su olor a flores recién cortadas y perfume ligero. Echo de menos sus ojos, de un azul celeste cuando se ríe, casi grises cuando se pierde en algún recuerdo que no se atreve a compartir con nadie porque la entristece. Siempre tuerce la cabeza cuando eso sucede y sonríe por instinto antes de reincorporarse a la conversación, creyendo que nadie se ha dado cuenta. Pero yo me doy cuenta. Cada parte de mí es dolorosamente consciente de su presencia. Mis dedos tienen ganas de hundirse en sus rizos, en ese mar de fuego. Mis brazos desean rodearla todo el tiempo, comprobar si ese contacto quema igual que nuestras manos cuando se rozan sin querer, aunque yo de verdad quiera. Mi boca, creo que si mi boca se uniera a la suya con un beso, yo explotaría. Así, sin más, como una de esas estrellas que brillan hasta que simplemente dejan de hacerlo. ¿Le gustará Salisbury a Becca? Sí, ese sitio le pega. Es muy curiosa.

—O también podríamos irnos más lejos, a Irlanda —continúa mi padre. El brillo artificial de la luz de la cocina hace que mamá parezca más rubia de lo que es mientras se levanta y me quita el plato, que he vaciado sin darme cuenta. Debería ayudarles a fregar, pero noto las articulaciones tensas, muy tensas, no sé por qué—. Dicen que hay mucho que ver, aunque…

¿Por qué no le decía a Becca cómo me sentía, cómo me hacía sentir? Pienso en ella todo el tiempo, cuando puedo, cuando se abre un espacio en mí que no está contaminado por las ganas de huir y quedarse, una luz blanca en un mar negro. Todo me pide acercarme a ella. La escucharía hablar de música durante horas; quiero conocerla todo lo que ella me permita porque es la persona más graciosa del mundo, y es preciosa, y juntos somos algo, pero… No.

No.

Me doy golpecitos en las piernas para remarcar esa palabra, esa sentencia. Tengo que alejarme. No soy… no soy como ella cree. Ni yo mismo sé quién soy. Desde hace dos años estoy perdido, atado a emociones que no comprendo, que me hacen caer en una espiral oscura en la que giro y giro cuando creo que soy feliz, cuando creo que nunca dejaré de caer. Alejé a Nick cuando nos metí en una pelea. Le dije cosas horribles a Jess solo porque no quiso acompañarme a las orillas del río en plena madrugada. Laura dejó de hablarme porque me olvidé de hablarle yo primero, y no escuchaba. Solo quería oírme a mí mismo, por eso me distancié del resto de mis amigos. Dejaron de reconocerme, y yo me rendí. Apenas recuerdo esos meses, solo sé que me sentí muy solo. Y entonces toqué el fondo de esa espiral y llegó la oscuridad más densa y absoluta que he atravesado nunca, la que hizo que mis padres decidieran internarme.

—¿Qué opinas, cariño? —Mamá habla a mis espaldas, el sonido del grifo abierto es como tener una cascada detrás de los oídos.

Desde que esta pesadilla empezó… es difícil sentirse con los pies en el suelo. El mundo avanza, yo floto fuera de él. Martha diría, con su dulce voz y esa mirada que parece ver a través de las personas, que es posible ponerle fin a esto, que tengo que intentarlo para conseguirlo. Pero no quiero intentarlo. No quiero fracasar.

La voz de mis padres es un murmullo sin sentido. Tengo que alejarme. Tengo que estar cerca. Tengo que…

Me vibra el móvil en el bolsillo del pantalón. Un mensaje. Lo saco, con las manos temblorosas, y se me cae el alma a los pies y luego se levanta a bailar de alegría cuando veo que es un mensaje de Becca. «Hey, chico miedoso, ¿cómo va tu encierro?». Casi puedo imaginarla tumbada en su cuarto, o quizás en el salón dándole la espalda a su madre, escribiéndome mientras se muerde el labio y le tiemblan los dedos al pulsar el botón de enviar. Releo el mensaje tantas veces que las letras empiezan a desdibujarse y a mezclarse, y yo solo veo: miedo, miedo, miedo. Me duelen los ojos de no parpadear.

Oigo el carraspeo de mi padre antes de decir, inquieto:

—¿Alexander?

Guardo el móvil en el bolsillo y me levanto con brusquedad.

—Lo siento. Sí, sí, Salisbury suena estupendo. —Me paso las manos por la cara. El corazón me late en las sienes, pero sigo escuchando esa maldita palabra reverberar en mi cabeza, por todo mi cuerpo, en el centro de mí. Miedo, miedo, miedo…—. Me voy a mi habitación.

Sin esperar su respuesta, me escapo a toda velocidad por las escaleras. No les miro a la cara, tampoco podría. Los ojos son unos chivatos. Creo que, antes de que sepamos siquiera lo que estamos sintiendo, los ojos toman la palabra y lo proyectan fuera, allí donde no alcanza nuestra voz. Para que los otros entiendan, para advertirles de que algo está pasando. No puedo verme ahora mismo, pero sé que mis ojos están sumidos en esa clase de sobresalto que levanta tormentas y hace retroceder los mares, como un aviso que llega momentos antes de la destrucción. Un azul que está a los bordes de ser negro.  

Una vez en mi habitación, cierro la puerta a mis espaldas y enciendo la lámpara de la mesilla. Más luz hace que me escuezan los ojos. Dejo el móvil en la cama con cuidado, como si fuera lo más delicado que han manipulado mis dedos. La pantalla está encendida y el mensaje de Becca me observa con reproche. Quiero responderla, de verdad que quiero, pero temo alimentar el fuego tan dulce que nos separa, y que luego no consiga apagarse cuando yo lo eche todo a perder. Porque voy a hacerlo, oh, claro que voy a hacerlo. Soy esa clase de desastre que el miedo impide vencer.

Otra vez. El miedo vuelve en oleadas, cada vez más rápido, cada vez más apremiante. Consigo calmar la inquietud de mis piernas dando vueltas al dormitorio, como un animal enjaulado. Después enciendo el ordenador, me siento frente al escritorio y busco algún bolígrafo que pinte y un folio no muy arrugado. Tamborileando con la punta del bolígrafo sobre la mesa, busco en Internet frases sobre el temor a no saber quién eres, reflexiones dichas por famosos o por gente más importante que yo que puedan ayudarme a explicar cómo me siento, a mover lo de dentro, sacarlo fuera para que deje de doler. Para aliviar el colapso de mi cabeza, para ahuyentar la culpa.

Encuentro dos que me gustan bastante. La primera de Thomas Szasz: «A menudo las personas dicen que aún no se han encontrado a sí mismas. Pero el sí mismo no es algo que uno encuentra, sino algo que uno crea». La segunda es de Michel de Montaigne y dice: «Sé muy bien de qué estoy escapando, pero no qué es lo que estoy buscando». Empiezo a copiarlas en el folio, una y otra vez. Las repito hasta que su significado se impregna en los renglones torcidos, en la tinta que parece quebrarse al completar algunas palabras; las repito hasta que el folio está lleno por ambos lados y yo estoy satisfecho, pero solo a medias, así que dejo todo sobre la mesa, apago el ordenador y me tiro en la cama sin desvestirme, junto al móvil. Lo sostengo frente a mis ojos. Tengo los dedos azules, las uñas inundadas por ríos del color de un cielo que se cae a pedazos cuando vuelvo a leer el mensaje. «Hey, chico miedoso, ¿cómo va tu encierro?». Pienso en todo lo que me gustaría responder. «Bien, pero no lo bastante porque no estás aquí». «Mal, pero cuéntame qué tal estás tú, no quiero cargarte con más problemas». «Ni bien ni mal, sobreviviendo». Tecleo cada opción, pero al final termino borrándola, agobiado.

No se escucha nada en la planta de abajo: mis padres ya se habrán ido a la cama. Suelto un resoplido y me incorporo para apagar la lámpara, pero antes mi mirada se detiene en el bote de pastillas que hay al lado. Va conmigo a todas partes, parece otro fragmento de mi identidad. Y lo odio, odio ver esas dichosas pastillas porque me hacen sentir débil, incompleto. Cuando empecé el tratamiento con Martha, creía de verdad que merecía una segunda oportunidad, así que probé a tomarlas las primeras semanas. Pero me sentía raro. Mareado, sediento todo el tiempo. Y mi interior era una bomba de ruido blanco, me asustaba pensar que si estallaba no quedaría nada que mereciera la pena salvar. Así que dejé de tomarlas. Las sesiones con Martha me bastaban para estabilizar los días, y estar con todos, con Gus, Elizabeth, Anna, con Becca, ellos han sido lo mejor que me ha pasado nunca, pero…

La decisión está tomada. Becca me gusta, joder, me gusta muchísimo. Pero tengo que alejarla de mí. No se merece este futuro. Ella tiene esperanza. Fuerza para seguir adelante, aunque todavía no sepa verlo. Yo, sin embargo…

…yo ahora soy otro tipo de bomba. Y ha dejado de importarme estallar.

Apago la lámpara. Reprimo un escalofrío y me agarro a eso, a la sensación de estar siendo la peor versión de mí mismo cuando recupero el teléfono y escribo, sin pensar: «Bien. Gracias». Luego apago el teléfono e intento no imaginar su cara de desilusión, el daño que la estoy haciendo y que me estoy haciendo a mí mismo, lo que se esconde detrás de cada impulso, del pensamiento de que cada decisión que tomo es un nuevo error. Mantengo los ojos abiertos frente a la oscuridad. No se oye nada.

Vivir se ha convertido en un camino de límites afilados que me hacen sangrar con cada paso. Lo mejor es estarse quieto. Condenado para siempre a conjugar el verbo temer.

En algún momento me quedo dormido, aunque no era ese mi plan. Llevo muchas noches en vela a mis espaldas porque quiero reflexionar sobre mí, la vida y luego otra vez sobre mí, y gastar ocho o nueve horas en apagarme me parece una pérdida de tiempo. La luz del sol es tenue cuando me despierta. Me sorprende abrir los ojos y encontrarme el cielo resplandeciente y vestido de un azul tan claro que parece irreal. Me recuerda a los ojos de Becca. El corazón empieza a latirme con fuerza y me levanto de la cama. Sorprendentemente, estoy lleno de energía. ¿Qué mosca me habría picado ayer? «No es solo lo de ayer», me susurra una vocecilla que se parece sospechosamente a la de Martha, pero la desecho dando una palmada y pienso en lo que puedo hacer antes de volver al psiquiátrico.

Lo primero es cambiarme de ropa. La que llevo puesta está arrugada de haber dormido con ella y apesta a sudor. Revuelvo todo el armario hasta que encuentro la camiseta blanca con el cuello azul que me puse en mi anterior cumpleaños y el último día que fui al instituto, momentos importantes. Cojo unos vaqueros elásticos, me visto y me asomo al pasillo; cuando oigo el familiar sonido de la cafetera y confirmo que mis padres se han levantado ya, vuelvo dentro y pongo la música a todo volumen. Es tradición escuchar al Rey los domingos, aunque lleve meses sin hacerlo.

Cuando no me dedico a cantar y a bailar al compás de sus canciones, recojo la habitación. La transformo, más bien. Quiero que sea distinta cada vez que me marche, que haya detalles que no pueda recordar cuando vuelva del psiquiátrico. Así quizás consiga tener más ganas de regresar. Tiene sentido, ¿verdad? Cambio los muebles de sitio: la cama termina atravesada en la pared del fondo, el escritorio enfrente de la ventana, la cómoda al lado de la puerta con todas las cosas que no sé dónde colocar encima, como la hoja que pinté ayer y marcos de foto sin foto porque decido pegarlas a la pared, junto a los póster. El armario es lo único que no puedo mover porque está anclado a la pared, así que organizo los cajones de manera distinta. Dejo las perchas sin ropa y doblo pantalones y camisetas como si fueran tubos de tela. Lo vi en un vídeo, así economizas mejor el espacio. «Ojalá la cabeza fuera un gran armario», pienso, colocándolo todo. «Ser capaz de ordenarla en media mañana… menudo lujo».

El tiempo pasa deprisa con el rock and roll sonando de fondo y el sol entrando desde fuera como si mi cuarto se hubiera convertido en un enorme tragaluz. Y yo estoy en su centro. Primero la luz, luego el trueno.

Y, entonces, la tormenta.

Estoy tan entregado intentando bailar bien un rockabilly que no escucho los golpes de mi madre en la puerta hasta que el silencio, el vaivén entre una canción y otra, me permite oír sus gritos para que baje a comer.

—¡Perdona, en seguida voy! —respondo, con la voz algo agitada.

Apago el ordenador, la música se va con él. La siento retumbar en los oídos todavía, así que sigo bailando hasta que su eco se extingue. Pensaba que eso me ayudaría a dejar de estar tan inquieto, pero no. Bajo las escaleras casi rodando porque estoy a punto de tropezarme con mis propios pies, parece que les gusta ir por libre hoy. Papá y mamá ya están sentados a la mesa, servida con fuentes de patatas cocidas, asado de cordero a juzgar por el olor y verduritas salteadas. Fingen que no me están mirando con excesivo interés por encima de sus platos mientras me siento, me sirvo un poco de todo y empiezo a comer con ganas.

—¿Qué tal te has levantado hoy, Alexander? —pregunta papá, más por rutina que otra cosa. Puedo ver la mano de Martha guiándolos hacia mí, como una baliza señalizando el camino seguro de noche.

—Mejor que nunca —respondo, con sinceridad, mientras me atiborro a cordero.

Un peso invisible, mezcla de alivio, confianza y control, parece desligarse de los hombros de mis padres cuando ven mi actitud risueña, cuando sonrío, hablo y como con naturalidad, como si no me costase. Lo raro es que, en el fondo, no me cuesta. Hay algo ahí, dentro de mí, una garra diminuta que me araña el pecho al respirar, que intenta ponerme freno, pero la ignoro. Me siento bien. De verdad.

Charlo animadamente con mis padres mientras comemos y todo parece normal, como cuando yo no tenía ningún problema y no necesitaba que me ingresaran. En todo este tiempo intento no pensar en Becca.

Fallo estrepitosamente.

No me ha contestado al mensaje de noche y no puedo culparla; no fui lo que se dice el adalid de la amabilidad, precisamente. Pero una parte de mí lo hace. Una parte de mí quiere seguir sabiendo de ella, beber de sus inquietudes, compartirlas. Continuar respirando al ritmo de la cercanía que nos une, esa de la que hablan las canciones que tanto le gustan, las que no conocen lo que estamos viviendo pero aun así parecen saberlo todo. ¿Por qué no deberíamos intentarlo? Las dudas que me atormentaban ayer son como el rocío que había en el césped del jardín esta mañana, ya se han ido. Aquí y ahora, a gusto con mis padres y con lo que sea que tenga mal por dentro, no me apetece estar solo. Viendo cómo me miran, cuando parece que me ven a mí y solo a mí, sin sombras, pienso que igual merezco más de lo que creo.

Igual también merezco que Becca me quiera. Si… si ella también piensa en mí de esa manera, claro.

Después de comer, ayudo a recoger la mesa. Echamos una partida rápida a las cartas y casi agradezco perder para poder estar de pie, en movimiento. Papá acepta salir a correr conmigo por el vecindario. Eso consigue cansarme. Algo. Cuando volvemos a casa, el atardecer cubre el cielo con su color miel y yo me siento como si un torbellino se hubiera instalado en mi estómago. Me doy una ducha y me pongo una camiseta un poco más arreglada. Solo, en mi habitación, intento encontrar algo con lo que distraerme antes de que papá me lleve al psiquiátrico. Al final, vuelvo a refugiarme en la música hasta que llega la hora de cenar. Para entonces, mis extremidades son como resortes. La silla parece hecha a propósito para molestarme y ya no tengo la sensación de querer hablar, sino de tener que hablar. Son dos cosas muy distintas. Ahora sé distinguirlo por el trabajo con Martha, pero no puedo pararlo. Tampoco quiero, si soy sincero.

Mi cuarto me aburre cuando subo de nuevo, y estoy pensando en moverlo todo de sitio otra vez hasta que un reflejo capta mi atención tras la ventana. No, un reflejo no, cientos. Miles. Me asomo por ella, y una brisa ligera me revuelve el pelo húmedo mientras mi mirada se pierde en las estrellas que dominan el cielo, vistiéndolo de destellos que parecen diamantes recién pulidos. El contraste con la negrura que las envuelve es indescriptible, es como mirar al vacío. De repente siento el impulso de verlas más de cerca, así que abro la ventana del todo y escalo por el alféizar hasta llegar el tejado. No me da miedo, tampoco me cuesta demasiado. Las noches de insomnio solía contemplar las estrellas desde aquí. Aparto la hojarasca que se acumula sobre las tejas y me tumbo, con los talones apoyados en los bordes del canalón para evitar tener un disgusto y las manos debajo de la cabeza. Cómodo, la noche se abre para mí. Apenas se oyen los ruidos de la ciudad, solo el viento y su paso por las ramas de los árboles, agitándolas de la misma manera que agita mi ropa.

«Y me encuentro aún aquí, hablándole al cielo». De pronto recuerdo a Becca hace una semana, escondida tras las páginas de un libro, reclinada sobre la moqueta de su cuarto mientras descansaba los pies en el regazo de Anna, que le pintaba las uñas de un azul eléctrico y parloteaba sin parar sobre ropa. Gus estaba en terapia, Elizabeth en la enfermería y yo sentado enfrente de Becca la contemplaba sonriendo porque murmuraba pasajes del libro a veces; se encontraba tan abstraída que era como contemplarla sin adornos, sin barreras. Todavía recuerdo algunas de las frases que susurraba sin darse cuenta. «Y de estrellas, ¿cuántas hay? Muchas, demasiadas…».

«Algún día se lo enseñaré a Becca», pienso, con el cielo acariciándome con sus prometedores dedos, viéndome vivir sin decir nada. «Le pediré que vea las estrellas conmigo y que contemple todo esto. La inmensidad».

A través de la ventana abierta, oigo a mi padre llamando a la puerta y diciéndome que coja mis cosas, que es hora de ir al psiquiátrico. Le dirijo una última mirada al cielo y me apresuro a regresar a mi cuarto. Me siento como Tarzán cuando logro aterrizar de una sola pieza. Meto las pastillas y algo de ropa que seguramente no me pondré en una mochila solo para hacer bulto y bajo al comedor. Mamá se despide de mí con los ojos llorosos y un abrazo que amenaza con aplastarme dos costillas y me desea suerte. ¿Suerte? No necesito suerte. Lo que de verdad necesito me está esperando en el centro, y existe, y tiene el pelo rojo y una sonrisa capaz de desafiar a la noche que nos contempla. Pero, claro, eso no puedo decírselo.

—¿Qué tal está Becca? —Parece que mi padre me ha leído el pensamiento, porque es lo primero que pregunta nada más montarnos en el coche—. Nunca dejas de hablar de ella y estos días no nos has dicho nada.

El olor a humedad y a bosque cuando abro la ventanilla, sumado a la velocidad, me hace cerrar los ojos.

—Era… es… complicado —respondo, aunque creo que solo me ha oído el viento.

Papá no dice nada y el resto del trayecto lo hacemos en silencio. Me remuevo, intranquilo, deseando llegar al psiquiátrico. Necesito verla. Comprobar que no me odia, cogerle la mano, acariciarle los rizos. Casi salto del coche en marcha cuando veo la familiar silueta del edificio en la distancia, alzándose entre las arboledas como un gigante blanco. Helena, la recepcionista, sonríe con ilusión al verme, y bosteza mientras me pregunta qué tal la vuelta a casa porque todavía quedan pacientes por llegar y está agotada. Papá me abraza antes de marcharse y yo corro hasta mi habitación. El centro está sumido en sombras y no se oye nada, todos duermen. Cuanto antes me vaya a dormir yo, antes podré ver a Becca mañana. Pero cuando entro a mi cuarto y oigo la suave respiración de Gus a punto de transformarse en un ronquido, cuando estoy dejando la mochila y quitándome la cazadora… me doy cuenta de que no voy a poder dormir nada. Las horas van a convertirse en días si no puedo ver a Becca ahora.

Así que le pongo remedio colándome en su habitación. Improvisar es lo mío, desde luego.

La habitación está oscura, pero no lo bastante como para impedirme distinguir a Anna con un pijama de ¿felpa? rosa en la cama más cercana a la puerta. Las sábanas se enroscan en su cuerpo como si quisieran estrangularla y tiene la boca abierta mientras duerme. En la otra cama, descansa Becca. Pero algo no va bien. Se retuerce en sueños, tiene la boca crispada en una fina línea, hace sonidos como de pelea. Me acerco, asustado, y empiezo a zarandearla por el hombro para que despierte. Intento no estremecerme cuando sus rizos me tocan los dedos. Es la primera vez que la veo con el pelo suelto.

—Becca —susurro, y entonces la muevo con más fuerza—. ¡Becca!

La chica termina abriendo los ojos, con expresión sobresaltada. Por un momento, parece que sigue soñando. Desorientada, mira a su alrededor, hasta que me devuelve la mirada y sé que me reconoce porque la incredulidad tiñe su voz cuando pregunta, casi en un grito entrecortado:

—¿Alec?

—Baja la voz —le pido, señalando a Anna, que ni se ha inmutado—. ¿Tenías una pesadilla?

—Eso creo. —Se pasa la mano por el pelo, y parece entrar en pánico cuando descubre que no lleva su habitual coleta. Lo arregla, a toda prisa, y se cubre con el edredón hasta el cuello. Aunque yo ya he visto las cicatrices. Quiero decirle que no me importa, que no tiene que esconderse de mí, pero vuelve a hablar y ya no suena sorprendida, sino molesta—. ¿Qué haces en mi habitación a estas horas?

—Acabo de llegar al psiquiátrico y no tengo sueño. Así que me preguntaba qué estarías haciendo y… eso. He venido a comprobarlo.

Sonrío, intentando leer algo que me dé una pista de lo que piensa en su cara, inexpresiva y seria. No me doy cuenta, pero estoy conteniendo la respiración y haciendo un gran esfuerzo para no decirle mi plan a gritos y despertar a Anna y a todo el psiquiátrico. Me da miedo que ella no acepte después de la cagada monumental con mi mensaje el otro día pero, tras un puchero que resulta ser extremadamente persuasivo, acepta venir conmigo a dar una vuelta. Solos, ella y yo. Y fuera de aquí. Lo que siempre he querido.

La espero fuera mientras ella se cambia de ropa. Estoy más cerca que nunca de ser un adolescente normal. Mi interior sigue siendo un revoltijo de emociones, ingrávidas ante el aquí y ahora sobre el que me sostengo. «No hay nada más intenso que el terror de perder la identidad». Esa frase… esa frase otra vez. ¿Por qué? ¿Por qué hoy? No es justo. El malestar que me acompaña desde esta mañana se estira, una gota de pintura que alguien ha extendido con un pincel por el lienzo que es mi cabeza. Mi cabeza, que era blanca, y limpia, y normal, y…y… «¿Cuánto tiempo me queda?».

Entonces, escucho el sonido de una puerta cerrándose con cuidado y veo a Becca venir hacia mí, con una sonrisa tímida y las manos en los bolsillos. Y yo, que ya distinguía el comienzo de la espiral en la oscuridad del pasillo que me rodea, que notaba un vacío abriéndose paso entre el borrón de mis pensamientos, yo…

—Ya estoy lista —me susurra, ajustándose la coleta.

Me separo de la pared y dejo que la frase desaparezca entre las otras muchas frases que me asaltan. Esta noche tenemos todo el tiempo del mundo.

Mañana será otro día.

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