Relatos

Otro reflejo

El espejo siempre ha sido mi enemigo. Cuando veía mi reflejo sumergido en ese cristal que parecía querer desvelar todos mis secretos, agrandando mi imagen hasta hacer que su verdad se convirtiera en la mía, sentía deseos de romperlo, de oír cómo los pedacitos de cristal se estrellaban contra el suelo junto a mis miedos. Pero hacerlo supondría abandonar la comodidad que el dolor nos regala junto a todas sus falsas expectativas, asumir que estaba atrapada en una mentira y que merecía salir. Y yo, al contemplarme frente al espejo, sentía que no merecía nada. Que todo el daño que me hacía al vomitar, al dejar de comer, al obsesionarme con el peso, era parte de mí y que, si dejaba de hacerlo, no quedaría nada. No quedaría nada de mí.

Y vivir con el dolor por corazón es mejor que dejar de existir, aunque no duela.

Pensé que jamás escaparía de lo que el espejo podía ofrecerme. De su engaño envuelto en seda y decorado con promesas de bienestar. Promesas que nunca se cumplían por mucho que yo obedeciera sus deseos. Pensé que me absorbería hasta dejar un cascarón vacío en el mundo real, que me convertiría en un amasijo de piel y huesos, mientras mi cabeza terminaba atrapada en otro lugar. Un lugar que jamás podría alcanzar de nuevo.

Pero ahora estoy mirando mi reflejo en su superficie. En la superficie de ese espejo que tanto tiempo me ha mantenido cautiva.

Y sonrío porque, al verme, me siento bien.

Llevo puesta una camiseta verde de media manga con diminutos estampados florales que deja al descubierto mis hombros y mis clavículas, poco visibles en mi acentuada palidez. Al ser una prenda corta, se ve parte del ombligo. La pequeña curva que dibuja mi estómago la cubre una falda blanca con botones y un cinturón de cuero. Todavía estoy acostumbrándome a esta sensación, a ver las consecuencias que tiene en mi cuerpo coger peso. Mi abdomen ha dejado de ser plano y cuando llega la noche lo tengo muy hinchado, sobre todo si he visto un nuevo capítulo de Peaky Blinders porque me encanta acompañarlo con palomitas y un batido de vainilla. He tenido que donar toda mi ropa porque me quedaba pequeña, sobre todo los pantalones, y no me he sentido un monstruo seboso por ello. Ya no me siento débil todo el tiempo, ni fatigada: ahora siento que mis huesos pueden sostenerme y que todo funciona como debe de funcionar en mi interior. Todavía sigo tomando la píldora para regular mis menstruaciones, pero dentro de unos meses podré dejar las hormonas y ser una adolescente más.

—Una adolescente más, ¿eh? —le murmuro a mi reflejo, aún sonriente. Es raro pronunciarlo en voz alta porque nunca pensé que podría hacerse realidad. Nunca pensé que podría llevar una vida normal. Sin contar calorías, sin obsesionarme con la comida, sin sentirme triste y vacía todo el tiempo. El vacío que sentía en mi cabeza era peor que el que descansaba en el fondo de mi estómago. Suelto un suspiro y miro el reloj de tiras rosa, lavanda y azul que llevo en la muñeca. Un gritito ahogado escapa de mi garganta—. Y como las adolescentes normales, parece que llego tarde a mi primera cita. Genial, Elizabeth.

Me observo una última vez en el espejo para asegurarme de que estoy perfecta. Medias transparentes sin ningún agujero. Botines de tacón negros y cómodos, fundamental. El maquillaje inamovible en la cara: labios cubiertos con carmín, mejillas algo rosas por el colorete, pestañas rizadas y frondosas, los ojos verdes rodeados por pintura negra. Anna me prometió que era muy fácil conseguir agrandarlos así y parecer mucho más sensual. Pero creo que me ha tomado el pelo, porque me veo como un mapache.

En fin, ya no hay tiempo para arreglos.  

Cojo mi chaqueta de cuero del armario y un bolso discreto en el que meto el móvil, la cartera, las llaves de casa y una barra de labios. Los nervios crecen en mi estómago como mariposas alzando el vuelo cuando bajo al salón, me despido de mis padres y salgo a la calle. Hace poco frío para ser mediados de noviembre, algo que agradezco. El cielo se muestra nuboso y negro como el ónice, y las calles están transitadas por jóvenes en su mayoría. Normal, es viernes. El tacón de mis zapatos resuena con fuerza en el empedrado mientras me aseguro de que el pelo no se me enreda en la cremallera de la chaqueta. Ahora mi melena es tan rubia y sedosa que no pierdo la oportunidad de rizármela cada vez que voy a clase o salgo con mis amigos.  

Es extraño lo difícil que es verse bien por fuera cuando no te sientes a gusto por dentro.

Cojo el metro hasta Chelsea e ignoró el sonido de mi móvil, que pita descontrolado desde el bolso. Ya sé que llego diez minutos tarde. Tengo un reloj y muchos nervios acumulados. Aun así, no puedo evitar soltar una risita al imaginar su cara inquieta mientras mira en todas las direcciones, buscándome. Y tampoco puedo evitar el calor que inunda mis mejillas al visualizar en mi cabeza su sonrisa, llena de vida y tímida a la vez, cuando nuestros ojos se encuentren. Como ha sucedido en tantas y tantas ocasiones. Aunque esta será la primera vez que suceda a solas.

Camino a toda prisa por calles adineradas y coloridas. Chelsea es un auténtico culto a la estética y a las apariencias: todo en ella rebosa opulencia, hasta los arbolitos que emergen del empedrado, tan finos y alargados como agujas y con las hojas del color de un atardecer. Hay fuentes con motivos mitológicos rodeadas por parterres y luces de Navidad decorando la entrada de tiendas que han empezado a echar el cierre. Es bastante tarde para tratarse de la hora de cenar. La gente debe opinar lo mismo, porque los restaurantes están medio vacíos y las calles llenas. El nerviosismo crece en mi pecho y apresuro el ritmo de mis pasos hasta vislumbrar la fachada del restaurante en el que hemos quedado. Las letras que rezan Builders Arms en el cartel son enormes y bajo ellas se extiende un toldo azul, cubriendo parte de la elegante y plomiza fachada. La terraza está montada, pero vacía. Y apoyado sobre una de las mesitas, está él.

Me detengo a unos pocos metros para que no me vea y así poder observarlo. Últimamente lo hago mucho. Tiene los rizos negros alborotados por culpa del viento. Le caen sobre la frente, rebeldes y algo encrespados; incluso cubren el cristal de sus gafas cuadradas, lo que le obliga a apartárselos con un deje de molestia. Viste un abrigo largo y negro. Debajo de él se adivina una camisa del mismo tono y unos vaqueros estrechos. Lleva las manos metidas en los bolsillos del abrigo, una huella de su pasado que ahora se ha convertido en costumbre. Está serio.

Decido dejar de ser una stalker y avanzo en su dirección, fingiéndome segura. Alza la cabeza cuando escucha el ruido de unos tacones y sus ojos castaños capturan los míos. Se transforma por completo. Una sonrisa radiante, más bonita que cualquier detalle ornamental que vista estas calles invade su rostro, azorado por la misma rojez que adolece mis mejillas. Sé que ha cerrado los puños, aunque no pueda verle las manos. Lo hace siempre que está nervioso.

—Hola, Elizabeth. —Su voz suena trémula e insegura. Pero contenta.

Yo me echo el pelo hacia atrás y centro la mirada en sus finos labios. Es mi manera de protegerme de todo lo que me hace sentir.

—Hola, Gus. ¿Llevas mucho tiempo esperando?

—No demasiado, tranquila. —Sé que está mintiendo para no hacerme sentir mal. Gus siempre se asegura de ser amable, de procurar que las cosas que dice y hace no ocasionan ningún daño. Hasta que no sea yo la que bromee con mi impuntualidad, él no se atreverá a hacerlo. Es genial sentir que se preocupan por ti antes que tú mismo… aunque a veces me gustaría que se lanzara a la piscina sin saber si va a haber agua debajo—. ¿Cómo estás? ¿Qué tal el día?

—¡Muy bien! He pasado la mañana de compras con Tara y luego hemos ido a una pizzería riquísima —respondo. Martha me dijo una vez que procurara tratar la comida y todos los temas que giran alrededor de ella como una actividad más, normalizándola. Si yo era la primera en reconocer que la comida no me suponía ningún problema, el resto haría lo mismo. Y podría escapar del rol del enfermo que tantas veces me hizo retroceder cuando trataba de curarme—. Es un lujo que mi hermana haya cambiado de trabajo, así puedo pasar más tiempo con ella. ¿Qué tal tú, qué has hecho hoy?

—Pues… —Gus se interrumpe al ver que un azote de viento me hace tiritar y frunce el ceño, preocupado—. Será mejor que entremos ya. Está empezando a hacer bastante frío. 

—Vale. Gracias.

Gus me hace un gesto para que pase delante de él y yo le hago caso, gustosa. Mientras entro al restaurante noto que me apoya la mano en la espalda por unos segundos. Por unos brevísimos segundos, porque enseguida la retira soltando un ruidito estrangulado que podría calificarse como nervioso. Yo doy gracias por ir la primera para que no pueda ver el rubor que ha cubierto mis mejillas ante su contacto.

Y también agradezco que no vea mi mueca de fastidio al comprobar que ese contacto no se ha prolongado durante mucho más tiempo, que es lo que realmente quería.

—¡Buenas noches, jóvenes! ¿Tienen reserva? —Un camarero de aspecto afable y entrado en canas viene a recibirnos nada más traspasar la puerta. Lleva un par de cartas en la mano y un mandil salpicado por manchas rojas atado a la cintura. Por la textura, diría que es salsa de tomate.

—Sí, buenas noches, a nombre de Elizabeth Graham —respondo, adelantándome a mi acompañante, que me mira con las cejas muy alzadas.

—Perfecto. Por aquí, si son tan amables. —El camarero derrocha educación con cada gesto e inicia el camino hacia la mesa.

—¿Cómo sabías que había hecho la reserva a tu nombre y no al mío? —me susurra Gus al oído. Su aliento mentolado me hace cosquillas en el cuello.

—Porque eres un caballero. Y porque sabes que mis padres lo hacían cuando yo era pequeña y ese detalle me hace sentir especial.

Gus enrojece y no necesito que responda para saber que he dado en el clavo. Sigo al camarero con una enorme sonrisa pintada en el rostro hasta nuestra mesa, situada en un discreto rincón al fondo del restaurante. Parece más una cafetería que un restaurante, pienso al sentarme. En vez de sillas de madera hay mullidos sillones y sofás de cuero con cojines de intensos colores. Las paredes son blancas y azules, y están decoradas con pequeños cuadros de bodegones e ilustraciones que reinterpretan de una manera un tanto oscura las cartas de una baraja de póker. Hay estanterías llenas de libros al lado de la barra y una gran lámpara de araña colgando del techo. Lo que más me gusta, sin embargo, son las flores que descansan sobre las mesas, distintas en cada una de ellas. En la nuestra hay un precioso ramo de lirios blancos que huele a bosque y almíbar.

—Qué sitio más bonito —comento, mientras nos quitamos los abrigos para sentarnos y ojeo la carta. Estamos prácticamente solos: hay un par de mesas ocupadas más aparte de la nuestra. Por suerte, están lo suficientemente lejos como para no oír nada de lo que digamos. No me gusta que mis conversaciones privadas lleguen a oídos ajenos, aunque sean desconocidos. Nunca se sabe quién puede llegar a escucharte.

—Sabía que te gustaría —murmura Gus. Sus mejillas están un poco rojas todavía.

El camarero vuelve poco después. Yo pido agua con gas y una ensalada de granada y queso Gorgonzola. Gus pide una cerveza sin alcohol y una hamburguesa con queso. Tras anotarlo todo con sorprendente rapidez, el camarero coge nuestras cartas y se aleja. Un silencio incómodo, extrañamente denso e incierto, se instala entre Gus y yo. Me retuerzo en la silla, sin saber cómo afrontarlo. Nunca nos había pasado esto. Mi mirada se posa, en un intento de evitar la suya, en la ilustración que hay sobre su cabeza. Es una chica atrapada en un laberinto rodeada de sanguinarios lobos. Sostiene una espada que resbala sangre en la punta. Debajo pone: La reina de picas.

—Estás… estás muy guapa. —El cumplido repentino de Gus hace que me sobresalte y que le sonría, con timidez.

—Gracias. Tú también —respondo. En ese momento nos traen las bebidas, y yo agradezco la interrupción para que Gus no vea el rubor que se ha extendido por toda mi cara. Seguro que es de un rojo tan intenso como la sangre de esa carta. Tras darle las gracias al camarero con un asentimiento de cabeza, le doy un sorbo a mi agua y noto que se me encoje el estómago del atrevimiento cuando digo, clavando los ojos en Gus—: Creí que no ibas a decírmelo nunca.

Las gafas de Gus se empañan cuando empieza a boquear y a aspirar por la boca muy rápido de los nervios. Parece un dibujo animado.

—Lo pienso muchas veces. Pero… pero me cuesta decirlo —tartamudea, y su respuesta nos hace apartar la mirada a los dos. Noto que toda la valentía que tenía antes se desinfla en mi pecho, como un globo al que acaban de agujerear mientras intenta alcanzar el cielo.

«Elizabeth, ¡no tienes doce años! Reacciona».

—¿Por dónde íbamos? —Carraspeo y me aparto el pelo de la cara. Qué complicado es aparentar normalidad cuando las cosas parecen a punto de cambiar, cuando lo único que quiero es que cambien—. ¡Ah, sí, me estabas diciendo qué has hecho hoy!

Gus, que se estaba limpiando las gafas en la tela de la camisa, me sonríe sin mirarme del todo.

—He ido a ver a Alec.

—Pero hoy es viernes. ¿No se ha ido con su familia?

—Sí, han llegado cuando me estaba marchando para nuestra… esto… reunión —«¿Ha estado a punto de decir cita?». No está todo perdido entonces, pienso, y tengo que luchar con las ganas de coger el móvil, marcar el número de Becca e irme al baño a pedirle consejo como llevo haciendo todos estos días. Porque Gus me despista. Muchísimo. Es como intentar mirar el interior de una casa sin ventanas—. Estaban algo liados con el papeleo de su antiguo instituto para la admisión y no podían venir antes.

La semana que viene Alec abandonará el centro, esta vez de verdad. Nuestro amigo está tan ilusionado que no habla de otra cosa. Hace unos días hicimos una videollamada y su sonrisa era inagotable, al igual que todos los planes que quiere hacer al salir, entre ellos el viaje a París. Anna ya está buscando locales en Camden para la celebración y Becca va a venir desde Cambridge en plan sorpresa para poder juntarnos todos. Estoy muy emocionada por el reencuentro, apenas puedo pensar en otra cosa. Echo de menos el extraño grupo que formábamos. A veces me descubro abriendo los ojos por la mañana solo para sentir la desilusión partiéndome en dos al darme cuenta de que ese techo verde pertenece a mi cuarto, que no veré a Becca y a Anna aparecer en el comedor con la respiración acelerada porque siempre se las apañaban para llegar tarde, que Alec no volverá a ser el primero en darme los buenos días, que las meteduras de pata de Gus y sus chistes malos han dejado de formar parte de una rutina que había terminado considerando hogar. Hogar, ellos habían sido mi hogar. Aunque fuéramos y sigamos siendo muy distintos… juntos es todo sencillo. Encajamos. Con nuestros más y nuestros menos. Como una familia de verdad.

—Últimamente le veo tan bien… —respondo, y oigo mi propia voz embargada por la emoción mientras lleno de nuevo mi vaso de agua y parpadeo para espantar el escozor que siento en los ojos. Aprovecho para verme reflejada en la copa y suelto un pequeño suspiro al comprobar que el maquillaje sigue en su sitio. Bebo, tranquila—. Es genial que ahora esté tan volcando en la recuperación y ya no tenga recaídas. Se lo merece.

—¿Y tú? —La pregunta me pilla tan de sopetón que me atraganto con el agua—. ¿Cómo estás?

—¿Yo? Bien.

Puedo parecer escueta, pero siempre respondo lo mismo. Y Gus siempre me entiende. Es una de las pocas personas que sabe, aunque no lo haya expresado con palabras, que no quiero hablar todo el tiempo de mi antiguo problema de alimentación. Quiero normalidad. Necesito normalidad. Agradezco la preocupación de la gente, de mis padres, de mi hermana; de verdad que valoro muchísimo que la gente más cercana a mí estén pendientes de que no vuelvo a recaer y me cuiden. Pero no quiero que me recuerden constantemente lo enferma que estuve y que sientan lástima por mí. Soy fuerte. Creo de verdad que soy fuerte. No pretendo abandonar mi pasado ni fingir que nunca sucedió, pero solo tengo ojos para mi futuro. Un futuro libre de reproches, miedos e infelicidad. Y Gus lo entiende porque él quiere lo mismo. De vez en cuando me pregunta cómo estoy. Cuando está serio, sé que se refiere a mi problema. Yo respondo con sinceridad, sin recrearme mucho, pero eso le basta. No insiste, ni me presiona, ni duda de mí. Y yo hago lo mismo con él. Es… como un lenguaje que solo los dos compartimos.

Madre mía. ¿En qué momento hemos llegado a conocernos tanto?

—He empezado a ver la serie que me recomendaste —continúa Gus, tímido. Tiene un poco de espuma de cerveza en la nariz; al echarse para atrás en su asiento parece que la espada de La reina de picas está a punto de rebanarle la cabeza—. Outlander.

No puedo ocultar mi sonrisa de fascinación al oírle nombrar una de mis series favoritas.

—¿Y qué te está pareciendo?

—No está mal… —Gus funciona así: nunca admite que algo le gusta. Pero la cara, el gesto que pone mientras habla de ese algo, le delata. Estira tanto las comisuras de la boca que el labio superior desaparece, como sus ojos almendrados, y juega a desenredar y a enredar uno de sus rizos, todo mientras ladea la cabeza y las gafas le cuelgan de la punta de la nariz. Me recuerda a un niño que acaba de hacer una travesura—. Llevo pocos capítulos, pero me he enganchado a la historia de Claire. Solo dime una cosa.

—¿Cuál?

—¿Por qué todas estáis tan enamoradas de Jamie? No lo entiendo.

Me río tan alto y tan fuerte que me muero de la vergüenza cuando el resto de comensales se giran para mirarnos. Mi risa, la que solo sale cuando estoy con Gus o con mis otros amigos, la de verdad, es chillona y desagradable. A mí me lo parece, al menos. Una vez, mi hermana la calificó como el sonido que haría un pingüino moribundo si otro pingüino moribundo le saltara encima.

—Anna podría explicártelo mejor. —Me seco los ojos, con cuidado de no estropear el rímel, aun riendo—. Tiene un póster del actor en la pared de su cuarto y no ha visto la serie nunca.

Gus se toquitea los puños de la camisa, asegurándose de que están abrochados, y sonríe de lado.

—Sé de qué poster hablas, lo vi hace poco.

La risa se me congela en la garganta. Siento algo repentino, un frío mezclado con un sobresalto que quema, que me retuerce por dentro, justo en el lugar en el que mi alegría ha dicho adiós. Noto mi cara transformándose, paralizada en una mueca de incredulidad y horror. Mis manos, suspendidas sobre los hombros para recolocarme la camiseta, empiezan a temblar. Mi cuerpo entero tiembla al ritmo de mi corazón, que late con fuerza, demasiada fuerza. Cada segundo duele más que el anterior, pero ¿qué es lo que duele? Esta sensación es nueva.

¿Es decepción? ¿Culpa? ¿Rabia? No, es otra cosa. Algo completamente distinto y, a la vez, todo eso y más.

—¿Has… has estado en casa de Anna? —pregunto, intentando aparentar indiferencia.

Pero no lo consigo: mi voz suena tan derrotada, tan frágil, que hasta la flor que nos observa desde el centro de la mesa parece empequeñecer. La presión en el pecho se convierte en millones de aguijonazos que me cierran la garganta, me tocan muy dentro, y acaricio sus delicados pétalos blancos para no enfrentarme a Gus; un Gus que seguramente se está retorciendo las manos de los nervios mientras piensa en cómo decirme que todo ha sido una quimera, que las miradas cómplices y el roce de nuestras manos con gestos mal disimulados que hemos compartidos estos últimos meses han sido mentira, que todos los mensajes que dejaban entrever más, más de él y más de mí, todas las conversaciones hasta las cinco de la madrugada, todas las bromas que solo los dos compartimos… va a decirme que todo ha sido una ilusión, un sueño demasiado bonito como para convertirse en una realidad que poder tocar y abrazar.

Quizás estamos destinados a ser esa canción de Peter Gabriel que habla de dos personas que se encuentran en cualquier parte y viven, pero solo de instantes. Sin opción a compartir. Compartirse.

—¿Eli? —Gus es el único que me llama así. No me veo capaz de contestar, así que me escondo detrás de las manos, usándolas de barrera. Como cuando era una niña, Tara me culpaba de una de sus trastadas y mamá y papá me echaban la bronca. Me recorre el mismo sentimiento de injusta agonía. El pensar: «ahora sí que se va a liar»—. ¿Qué te pasa? —insiste. Su voz, siempre calmada y plana, está llena de preocupación. Abro la boca para explicarme, de verdad que quiero que me entienda, que nos entendamos, pero no me salen las palabras. Me da vergüenza expresar lo que estoy sintiendo en voz alta. Es otro tipo de desnudo al que todavía no me he acostumbrado, es como mostrarle tu interior a otra persona y darle permiso para opinar sobre lo que está viendo. Y eso es demasiado, demasiado… Así que me muerdo el labio con fuerza, le resto importancia negando con la cabeza y me envuelvo aún más la cara con las manos. A la porra el maquillaje. Quiero desaparecer—. Eli, nunca he estado en casa de Anna. Me mandó una foto de su habitación el otro día porque quería consejo para reordenarla, y así vi el póster.

Me asomo entre los huecos de los dedos, recelosa. Veo a Gus a pedacitos, un borrón de piel con rizos y gafas torcidas, pero puedo distinguir la inquietud en su perfil afilado, la sombra de la duda en su pose, tensa y curiosa a la vez. Suelto un resoplido y vuelvo a apoyar los brazos en la mesa. La presión en el pecho se alivia un poco.

—Perdona. Es que…

Nada, no tengo excusa. Me he comportado como una idiota celosa, ¿y por qué? No pasa nada porque Gus vaya a solas a casa de Anna o queden, son buenos amigos. Entre ellos nunca ha habido nada, nada aparte de ese beso en el psiquiátrico que nos descolocó tanto a todos. Sé que Anna le tiene un cariño especial a Gus, lo he hablado con ella varias veces, pero siempre me ha asegurado que no siente nada por él. «Todo para ti, rubita», me dijo en verano, y yo me puse del color de las amapolas y ella rio y todo pareció muy fácil de pronto. Pero el miedo a no ser suficiente… ese miedo no se ha ido. Durante todos estos meses no me he atrevido a dar un paso más porque pensaba que Gus podría sentir algo por Anna. ¿Quién en su sano juicio no la preferiría a ella?

—¿Eli?

—Es que… —Becca me habría aconsejado que fuera sincera; que vivir en un malentendido o con la ausencia completa de la verdad es vivir tropezándose y que ya está bien de regarle cosas al miedo. Así que me aclaro la garganta y clavo la mirada en la flor, incapaz de enfrentarme a Gus mientras digo—: Es que pienso que Anna te gusta. O debería hacerlo, al menos. A ver, ¿la has visto? Yo no soy nada a su lado. Ella es la clase de persona que quieres tener cerca. Es guapísima, divertida y siempre tiene ganas de hacer cosas y se ríe sin parar y yo… yo siento que podría ser invisible si me lo propusiera. A veces parece que solo sé vivir callada, que no tengo nada que aportar que merezca la pena porque llego tarde, voy a destiempo del resto. Y, Gus… de verdad que no lo entiendo. No entiendo por qué ibas a preferir este silencio. —Me señalo—. No entiendo por qué ibas a preferirme a mí.

Ahora que lo he soltado todo, me siento mejor. Más ligera. Una inquietud dulce me recorre las piernas, los hombros, los labios, que me tiemblan un poquito, como me pasa siempre antes de llorar. Pero no voy a llorar, no ahora, aunque me rechace. Noto los ojos húmedos y el estómago encogido cuando alzo la mirada. ¿A quién quiero engañar? No estoy preparada para que me dé la razón.

Doy un repaso al restaurante, a los cuadros que cuelgan de la pared, a los platos sucios que se acumulan en la barra, a la pareja que se está levantando para marcharse; todo, cualquier cosa, menos enfrentarme a esto, pero no puedo esquivar el peso de mis palabras eternamente. Mordiéndome el labio hasta que me duele, miro al frente. Gus se está ajustando las gafas. Está serio, pero sus ojos color caramelo brillan más que nunca.

—No es una cuestión de preferencias. Nunca… nunca he tenido que tomar una decisión, Elizabeth. Siempre lo he tenido todo muy claro.

Y alarga la mano para coger la mía.

Hago un pequeño ruidito de incredulidad al principio, al notar la calidez de sus dedos cobijando los míos. Pero después me aferro a ellos con fuerza, como si este momento fuera único, especial, irrepetible. Apenas me atrevo a respirar. Solo soy consciente de nuestras manos unidas; su palma contra la mía, dura como las cuerdas de mi guitarra y sudorosa, los nudillos ásperos mientras dibujo tímidas caricias sobre la piel. Su pulso disparado, buscando al mío a través de las yemas de sus dedos.

Noto las mejillas ardiendo cuando levanto la cabeza. Gus y yo compartimos el mismo aspecto: ojos nublados y chispeantes, boca entreabierta, cara enrojecida, cerebro al borde del colapso preguntándose qué va a ser lo siguiente, cuándo, por qué no en este preciso instante.  

—Espero que tarden en traernos la cena —logro decir.

La risa de Gus le estremece la mano antes de llegar a su boca, que se curva formando una preciosa sonrisa. 

El camarero no tardó mucho en aparecer con nuestros platos, para mi desgracia. Nos soltamos a regañadientes, aunque algo cambió entre nosotros a raíz de ese momento. Hablamos muchísimo durante la cena, sin parar, casi como si nos hubieran dado cuerda; bromeamos sobre las múltiples cenas que vendrán, imaginamos un futuro que solo nos contempla a ambos y yo siento las famosas mariposas, que ya podrían revolotear un poco más despacio para dejarme respirar con normalidad. Las ocurrencias de Gus me provocan ¿dos?, ¿tres? ataques de risa con los que temo que nos echen del restaurante, así que suspiro de alivio cuando pagamos la cuenta y volvemos a las calles frías y vacías de Londres.

No sé. Sigo sin querer hacerme ilusiones. Gus y yo nos hemos visto todas las semanas desde que salimos del centro. Al principio siempre en compañía de nuestros amigos, luego a solas. Pero nunca ha sido como hoy. Me siento como si acabara de saltar sobre las fauces de un abismo solo para descubrir que sí que había algo debajo. Que el vacío no era físico, real, sino un producto más del miedo. Que a pesar de tanta oscuridad seguía estando a salvo, aunque no pudiera verlo.

Vale, he saltado. No me he estrellado contra el suelo. Ahora, ¿qué?

Me muerdo el labio pensando en cómo alargar lo que hemos compartido en la cena; temo perder ese lazo entre nosotros, lo que ha empezado a unirnos, a brillar, si no sigo arriesgando, si me quedo quieta. Gus me acompaña a casa, así que gano algo más de tiempo. En un silencio extrañamente tímido, pero cómodo, recorremos parte de Londres hasta que llegamos a mi vecindario. La mayoría de las casas tienen las luces apagadas y respiran al ritmo de la noche y el viento; la mía no es una excepción, mis padres suelen acostarse temprano. Me detengo en la entrada, con una mano apoyada en las rejas de la puerta. Están frías.

Gus y yo nos miramos. La farola que tenemos justo encima ilumina las florecitas de mi camiseta y las hace parecer estrellas. La piel de Gus también parece brillar, todo pómulos y ángulos bajo la luz anaranjada que lo convierten en una talla casi perfecta, de esas que podrían estar en un museo. Siempre me ha parecido tan guapo… Todo en mi interior grita que no me despida, pero yo también noto el frío por dentro, no soy capaz de decir nada. Resignada, espero a que me diga adiós con una sonrisa despistada y vea sus rizos perderse al final de la calle. Como siempre.

Pero en su rostro no hay sitio para otra cosa que no sea determinación cuando aspira una gran bocanada de aire y da un paso hacia mí. La luz baila, mi corazón se acelera.

—Antes, en la cena… —Las manos le cuelgan a ambos lados de la cadera, como si no supiera bien qué hacer con ellas ahora que las tiene lejos de la protección que le ofrecen los bolsillos del abrigo. Estira los dedos, las abre y las cierra, nervioso—. No te he dicho nada porque en ese momento no sabía cómo expresarme, pero quiero que sepas… quiero que sepas lo especial que eres para mí. No puedes compararte con nadie porque no tienes comparación. Eres, sencillamente, tú. Y eso es maravilloso.

Enmudezco. Los ojos se me llenan de lágrimas y parpadeo a toda prisa para espantarlas.

—Gus…

—Yo tampoco siento que sea gran cosa, Eli —me confiesa, con la voz entrecortada—. Mi madre siempre dice, desde que soy pequeño, que es como si me diera miedo vivir. He huido de todo, soy incapaz de afrontar nada…

—Eso no es cierto. —Le cojo las manos. Son suaves y delicadas. Atrás, muy atrás queda el tiempo en el que yo las observaba con disimulo y las veía llenas de grietas, despellejadas, enrojecidas. Atrás quedan los recuerdos del pasado que nos hizo temer salir de la jaula que nuestra mente le impuso a nuestra adolescencia. Él alza la cabeza, confundido—. Afrontaste esto.

—Pero… contigo… yo…

—¿Tú tampoco quieres quedarte con la duda?

Asiente y entonces decido romper esa jaula del todo. Solo un paso, apenas una bocanada de viento, separa nuestros labios. Y lo doy. Otro gran salto del que no me arrepiento. Él tampoco parece arrepentirse, porque su boca se une a la mía con un estremecimiento y ya no somos dos, sino uno. El beso llega con una dulzura infinita y yo me descubro con los dedos perdidos en sus rizos, suaves como nunca había imaginado, suaves como sus labios saboreando sus míos. Gus abre más la boca, sus manos me aprietan contra él y me acarician la espalda a la vez, y yo me pierdo en esa sensación de estar y no estar, de sentir su corazón latiendo a través de la tela de la ropa, su lengua explorando la mía, todo intensidad y amor.

Cuando nos separamos, Gus tiene las gafas empañadas y está despeinado. El pintalabios, que había aguantado durante toda la cena, ahora es una mancha roja que se extiende más allá de las comisuras de su boca, emborronándole toda la cara. ¿Qué aspecto debo presentar yo? Su sonrisa es tan inmensa que ahuyenta todos los reproches.

—Me gustas. Mucho. Me gusta todo de ti.

Río, insegura. Sus manos aún dibujan espirales en la piel desnuda de mi espalda.

—¿Incluso mi forma de reír?

—Lo que más.

Vuelvo a reír, vuelvo a besarlo, y entonces… entonces nada. Recuerdo una frase de una canción que decía algo así como: «Cada vez que me preparo para dejar mi jaula, me quedo con mi cuerpo roto». Eso pensaba. Eso me hacía pensar el miedo. Era cómodo ver las oportunidades pasar, no hacer nada para retenerlas a tu lado porque eso implicaba ir a buscarlas, luchar por ellas, y moverse en un cuerpo que no reconoces como tuyo duele. Hasta que lo aceptas. Hasta que te ves bien, tanto por dentro como por fuera. Y cambias. Y te sientes como nueva porque el miedo ya no habla por ti y tienes otras cosas. Otro reflejo más bonito que mostrar. 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *