Relatos

Secretos

Oigo la puerta cerrándose a mis espaldas, y sé que me he quedado sola. Becca se ha ido. Dejo que el nudo que me aprisiona la garganta se deshaga con cada calada que le doy al cigarrillo. Ahora ya no duele, solo quema. El humo que dejan escapar mis labios busca el mismo aire que arroja la ventana abierta, viciando el aroma fresco y primaveral del patio. Veo a los pacientes más tardones correr por los caminos llenos de hojas y pétalos secos para no llegar tarde a la excursión. Me da pena Becca. Siento mucha frustración por dejar sola a mi amiga. Sé de sobra lo difícil que es para ella sentirse cómoda con la gente. Tiene que odiarme ahora mismo. Yo me odiaría. Pero quizás si le explicara lo que me pasa, el motivo de que nunca quiera dejar la habitación, quizás si se lo contara… ella podría entenderlo. Si alguien puede entenderlo, esa es Becca. Pero no. No puedo hacerlo.

Ni siquiera yo me comprendo a veces.

Para cuando termino de fumar, el psiquiátrico está vacío. El silencio es demasiado penetrante, lo suficiente para permitirme oír los latidos de mi corazón, acelerado como si supiera que algo malo está a punto de suceder. La ausencia de ruido me pone de los nervios, aunque para ser sincera, todo me pone de los nervios cuando me toca ir a ver a Martha. Me cae muy bien y su presencia siempre consigue calmar esa expectación tan agobiante que hace que me tiemblen las piernas y las manos, pero me da miedo pensar en lo que pasará cuando eso se acabe.

«Porque se acabará», pienso, recorriendo los pasillos vacíos del psiquiátrico mientras me mordisqueo las uñas. Era la misma sensación que cuando tenía ataques de pánico. El cosquilleo en las extremidades. Respiración agitada, cabeza en otra parte, mareos, tensión, un agujero abriéndose en mi estómago y tirando de mí hacia abajo, muy abajo. Antes de entrar aquí, creía tenerlos bajo control si iba acompañada por la calle. Hasta que esa pequeña chispa de esperanza se desvaneció cuando tuve un ataque de pánico con mis padres en el exterior, y ya no quise salir de casa.

El exterior. Casi parece otro mundo completamente distinto al mío, siento que no lo conozco. Solo conozco este sitio y este sitio no es mi casa, pero he empezado a encontrarme cómoda. Segura. Tengo a Becca, una fuente inagotable de chocolate cada día en el comedor y estoy rodeada de chicos y chicas guapísimos. Las clases no son tan terribles y tengo gimnasio gratis a unas escaleras de distancia. Aunque no quiero reconocerlo en voz alta, me da mucho miedo echarlo todo a perder otra vez. Tener otro ataque de pánico y no poder salir de la cama. Eso me destrozaría.

Porque cuando te sientes perdida, cuando intentas recomponerte tras una caída que te ha dejado sin aire, a merced del miedo más terrible y oscuro, hasta el tropiezo más débil puede convertir las ruinas de tu mente en escombros. Otra vez. Hasta que ya no queda nada que salvar.

Hago una mueca de dolor cuando llamo a la puerta del despacho de Martha; me he mordido tanto las uñas que tengo los dedos llenos de heridas y sangre. Su voz es cálida cuando me invita a pasar. Respondo con una media sonrisa despistada a su saludo y me siento, ocultando las manos bajo las mangas del jersey de pelo azul que me he puesto hoy. Becca me ha dicho durante el desayuno que le recuerdo a Sullivan, el de Monstruos S. A.

—¿Cómo estás, Anna? —pregunta Martha, descapuchando un bolígrafo y abriendo mi carpeta. Está hasta arriba de papeles. Si alguna vez salgo de aquí y empiezo a cotizar como una adulta normal, debería considerar el comprarle una Tablet. Se va a dejar las muñecas de tanto escribir, no callo. Aunque ahora siento los labios sellados, una presión en las costillas, como si me estuvieran dando un abrazo demasiado fuerte. Martha lo ve, claro que lo ve. Soy un libro abierto para ella—. Hoy no me has saludado diciendo que vas a traer un lanzallamas para exterminar a todas mis plantas.

—Ya lo tienes claro, ¿para qué repetirme? —Aparto sin delicadeza una hoja de helecho que me roza el hombro y me echo el pelo hacia delante. No odio sus plantas, es que no entiendo por qué tiene tantas. Toda su consulta huele a bosque, a jardín, a invernadero, el aire es demasiado dulce y empalagoso. Suelto un suspiro y me encojo de hombros—. Bien no estoy, no te voy a engañar.

—¿Por qué?

—La excursión —confieso, y espero que esa palabra atraiga mágicamente al resto de palabras y no tenga que explicar nada más, pero Martha espera, así que continúo hablando—: Me… me apetecía ir con Becca. Es lo que hacen las amigas, ¿no? Salen a pasear, se empapan de cosas nuevas, no sé. Siento que la he abandonado. —Martha apunta algo y asiente, comprensiva, animándome a continuar—. Pero lo que más me ha dolido es mentirle. Ya sabes que odio mentir.

—¿Qué le has dicho?

—Que venían mis tíos a verme y que me habías dejado quedarme aquí por eso.

—¿Y qué te ha respondido Becca?

—No… no se lo ha tomado bien al principio. Bueno, tú la conoces. —«Eres su terapeuta», quiero decirle, como si eso lo explicara todo, pero sigo muy nerviosa y ahora mismo no recuerdo si Becca me ha comentado alguna vez que este sitio también es un lugar seguro para ella, un refugio sin barrotes mentales ni físicos. Así que sigo hablando de lo de esta mañana—: Luego ha sido cuando le he dicho lo de mis tíos y hemos hecho las paces. Pero no dejo de pensar que no he estado a la altura como amiga. ¿Qué clase de amiga la dejaría sola sabiendo lo mal que lo va a pasar rodeada de gilipollas, sin nadie en quien confiar?

Martha deja pasar mi insulto y se recoloca la bata mientras me mira.

—Tú también lo pasarías realmente mal si salieras al exterior, Anna. —Sus ojos claros destilan calma y confianza. Suena como si estuviera haciendo una apreciación, no juzgándome ni insinuando nada malo.

—Pero eso Becca no lo sabe.

—¿Y por qué no se lo cuentas?

Todo suena tan fácil dicho así…

—Hicimos un trato —me defiendo—. Y no quiero que se preocupe por mí. Parecerá una tontería, pero contar lo que me pasa… me hace sentir débil. Quiero decir, mira dónde estoy. Soy débil.

—No eres débil. ¿Crees que alguien débil sería capaz de hablar de sus problemas como haces tú en consulta, de reconocer que los tiene siquiera? La debilidad es una medida que nos imponemos nosotros mismos, y no es una medida muy fiable porque no anima a cambiar, sino a pararse, a dejar las cosas como están.  

Agacho la cabeza y me tiro de los hilos del jersey.

—No sé, no sé.

Oigo el ruido de los folios esparciéndose sobre la mesa y sé que Martha está preparando uno de sus famosos ejercicios metafóricos que tanto me molestan y, a la vez, admiro. Alzo la mirada y veo que ha colocado una hoja de papel delante de mí. El blanco es tan blanco que refulge, sobre todo cuando las nubes abren un espacio en el cielo y dejan que los rayos de sol se cuelen por la ventana.

—Me gustaría que dibujases un círculo —Señala el centro de la hoja—, y escribieras dentro de él todas las cosas que sientes que puedes hacer en este momento de tu vida.

Acepto el bolígrafo que me ofrece y mi primer instinto es llevármelo a la boca para morderlo, como hago con los míos. Pero me contengo.

—¿Te refieres a que apunte lo que me gusta hacer en el psiquiátrico?

Martha asiente y yo me pongo manos a la obra. Empiezo con el círculo, una pequeña esfera que se asemeja más a la forma de un huevo frito. El dibujo no es lo mío, eso está claro. En el centro del círculo, escribo ANNA y rodeo mi nombre de cosas que me gustan. Estar con Becca. Comer chocolate (comer en general, pongo al lado, en pequeñito). Hacer ejercicio. Hablar con Martha. Ordenar mi armario. Escuchar música. 

Cuando acabo y dejo el bolígrafo sobre la mesa, me doy cuenta de que he mordisqueado la capucha hasta deformarla. Si a Martha le molesta, no dice nada. Es más, sonríe.

—Ahora quiero que fuera del círculo escribas todo lo que te gustaría hacer cuando salieras de aquí. Pueden ser actividades que ya hacías antes, o cosas nuevas. Lo que se te ocurra.

Las manos me tiemblan un poco cuando apoyo el bolígrafo sobre el papel. No es difícil pensar en lo que me gustaría hacer fuera. Ir de compras, salir con mis amigos de fiesta, acompañar a mi padre a sus clases de pádel, darle un toque distintivo a mi pelo en una peluquería, pasear por Camden, tirarme a la sombra de un árbol en cualquier parque y dormir mientras disfruto de esa sensación de ser libre, solo libre. Pero precisamente pensar en la libertad, en la vida que llevaba antes de que mi problema forjara una prisión invisible para el resto, provoca que el vértigo vuelva, que las inseguridades que tanto me esfuerzo en ocultar me escuezan en los ojos.

El folio pierde brillo mientras parpadeo con furia. Oigo la voz de Martha, lejos y a la vez cerca, como un eco de mi propia mente.

—Respira, Anna. Cierra los ojos y respira profundamente.

«Si respiro profundamente me van a crecer margaritas en los pulmones», pienso, pero hago caso a Martha y, lentamente, me calmo, aunque la selva que me rodea huele más y más fuerte con cada bocanada de aire que tomo. Cuando noto que mis manos vuelven a ser mis manos y me obedecen, escribo todo lo que me pasa por la cabeza. El blanco deja de ser blanco: ahora mis palabras lo han vuelto azul casi por completo, un azul prometedor y sincero que se parece bastante al color de la mirada de Martha. La psicóloga se aparta un rizo rebelde de la cara y apoya los codos sobre la mesa.

—¿Qué ves aquí? —pregunta, señalando lo que he hecho con el mentón.

Dejo el bolígrafo sobre el escritorio y contemplo la hoja frunciendo el ceño, fijándome en el significado que se esconde tras las palabras, tras el círculo. Finalmente, respondo:

—Una vida de mierda.

—¡Anna! —me riñe. Ambas reímos después, y me siento yo de nuevo, así que dejo de torturar a mi pobre jersey y me cruzo de piernas, relajada—. Tómatelo en serio. ¿Qué ves?

—Me veo encerrada en un círculo pequeño, muy pequeño. Las cosas que me gustaban antes, por las que yo vivía, no han desaparecido, pero no puedo acceder a ellas porque el círculo (que ahora sé que soy yo misma) me lo impide. El psiquiátrico no está tan mal, ¿eh? —añado, para no ofenderla—. No todos son gilipollas, solo algunos. Perdón por lo de antes.

Martha suelta una risita; me encanta hacerla reír. Como a Becca. El humor me salva de afrontar ciertas cosas, y a las personas. Todo parece distinto, más fácil, si oyes a los demás reír. Es como si te dieran su aprobación, una forma bonita de decirte que mereces la pena. ¿Tiene sentido? No, pero a mí me reconforta pensarlo.

—No pasa nada —continúa Martha, serenándose—. Diríamos, entonces, que tu zona de confort, la zona en la que te sientes segura, se ha reducido con tu problema, ¿verdad?

—A la vista está.

—Pero tú no estás contenta con esta situación. —Niego con la cabeza—. Quieres ver a tu familia y a tus amigos, quieres hacer todas estas cosas. —Coge el bolígrafo y va señalando todo lo que he apuntado alrededor del círculo. Los recuerdos me nublan la conciencia por un instante, pero los dejo a un lado para poder seguir su explicación—. Lo primero que tienes que entender, Anna, es que la creación de este círculo es el resultado de tus experiencias pasadas en relación a los ataques de pánico que tuviste. Es…

—Como un mecanismo de defensa, ¿no? —le interrumpo, creyendo saber por dónde van los tiros.

—Exacto. —Martha cabecea y yo sonrío un poquito—. Así funciona la ansiedad. Te ahoga, te aprieta, te obliga a retroceder hasta encontrar un lugar en el que no puede hacerte daño. Por ejemplo, tu habitación. Crees que si te escondes no puede llegar a ti, y entonces el escondite se convierte en tu nuevo hogar, y esa habitación termina siendo el único sitio en el mundo en el que te ves a salvo porque así funciona la ansiedad: te hace sentir que la controlas, pero en realidad es ella la que te controla a ti.

Como si me hubiera pateado el corazón. Así me siento: acaba de describir algo a lo que yo no conseguía acceder, algo que me costaba poner en palabras y explicar de una manera coherente para que los otros me entendieran. No puedo hacer más que asentir, decirle que comparto todo lo que está diciendo con ese gesto tan simple, y entonces ella sigue explicándome cómo funciona la ansiedad, cómo nos hace perder cosas y sentir que son irrecuperables, cómo plantarle cara, cómo dar pasos hacia adelante y no hacia atrás. Para mí lo más importante es escuchar que nada se pierde; solo se aplaza.

—Entonces, Anna, ¿cómo podemos hacer todas las actividades que has apuntado en la hoja? —me pregunta, cerca del final de la sesión. Me quedaría el día entero hablando con ella, pero es muy quisquillosa con la puntualidad. Justo lo contrario a mí.

—¿Abriendo el círculo?

—Expandiéndolo, más bien.

Empiezo a sudar; me arremango el jersey y me hago un moño apresurado que no tarda en deshacerse cuando empiezo a removerme, inquieta, en la silla.

—Pero salir… salir ya no es como antes. No puedo.

—Por eso vamos a ir muy poquito a poco. —Con esa promesa Martha consigue tranquilizarme mientras recoge los folios sueltos y los amontona en la carpeta, que después cierra con mimo—. He pensado que podíamos dedicar parte de nuestras próximas sesiones a salir al patio. Estarás acompañada por mí en todo momento, claro, hasta que te encuentres lo suficientemente cómoda y bien como para hacerlo tú sola. ¿Quieres intentarlo?

«No», es la respuesta que acude a mis labios con más rapidez, pero la silencio y pienso en lo que me ofrece: ver el mundo a través de mis ojos, no de una ventana. Martha estará a mi lado. Confío en ella. Y quiero salir. De verdad, quiero volver a mi vida de antes. Además, si puedo con esto, puedo con todo. Y nunca digas que no a un reto, es uno de mis lemas. Era.  

—Vale. Pero a mi ritmo —accedo. Mi sonrisa deja de ser una media luna perfecta, pero al menos sigo sonriendo. Mi psicóloga da unas palmaditas de la emoción (llevo rechazando este tipo de ofrecimientos semanas) y una duda me asalta, así que me apresuro a preguntar antes de que me diga que se ha acabado nuestra hora—: ¿Martha?

—¿Sí?

—¿Crees que algún día conseguiré ser la Anna de siempre?

Martha se reclina en su asiento.

—Respóndeme tú.

—Quiero pensar que sí. Cuando esté fuerte.

—Ya eres fuerte, Anna. ¿Sabes lo que te falta?

—¿El qué?

—Ponerlo en práctica.

Tras esa respuesta que me deja atontada un rato, me despido bromeando con que el próximo día no se me olvidará el lanzallamas y vuelvo a la habitación. Me cambio de ropa tres veces hasta que estoy satisfecha con una camiseta gris y unos pantaloncitos a juego. Ordenar el armario no me divierte como otras veces, y entonces descubro que estoy inquieta, no aburrida. Me tumbo en la cama y miro el techo, blanco y liso. La voz de Martha resuena en mi cabeza. «¿Quieres intentarlo?». Pienso en mi familia, mis amigos, Becca. Pienso en mi abuela, que me dijo una vez, cuando yo era pequeña y solo quería columpiarme más y más arriba mientras ella me empujaba: «deja algo de mundo para los demás, pajarito. No te lo comas tú todo».

Podía intentarlo. Debía intentarlo, por ellos.

—Espero que todavía quede mundo para mí —susurro, cerrando los ojos.

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