Relatos

Tres

Dentro de mí hay una chispa de energía que nunca se agota. Una fuerza que se resiste al cambio, que no entiende de descansos ni de calma. Cuando duermo, la sigo sintiendo. Como cualquier otra inquietud, late más fuerte cuando pienso que ya se ha ido. Me despierta, me domina desde hace un año y medio, y yo me limito a mirar.

Soy un espectador de mi propia vida.

Este pensamiento debería enfadarme. Quiero decir, solo tenemos una vida, una única oportunidad de ser nosotros mismos, y cada minuto que paso sin coger las riendas, sin plantarle cara al pálido sustituto que me mira desde el espejo, más y más apagado cada vez, sé que me estoy perdiendo. A mí y a más gente. Y ya está bien. Tengo que cambiar. Lo sé. Cómo mínimo, provocar alguna reacción distinta. Algo como decirle a esa fuerza: «eh, esta es mi vida, vete a estorbar a otra parte».  

Pero los espectadores no hablan. Solo miran.

—Mamá, ¿falta mucho para llegar? —Alzo la voz, apartando la mirada de la ventanilla. El crepúsculo salpica el cielo de un color indeciso y espeso. Parece que las nubes han sido pintadas con acuarela: sus bordes se estiran por todo el horizonte, tocándose entre sí, mientras una sombra rosácea cubre sus esponjosos cuerpos.

Una, dos, tres nubes en ese lado. Una, dos, tres nubes un poco más abajo. Una, dos…

—Llegaremos en diez minutos —responde mi madre, sin apartar la mirada de la carretera mientras conduce. Noto un dolor agudo en la cabeza, más bien un tirón, y un hormigueo nervioso me recorre el cuerpo mientras una sensación desagradable, parecida a que te escarben el estómago con una cuchara, hace que me sienta a punto de estallar. Miro por la ventanilla otra vez, con urgencia. Las nubes. Hay tres. Una, dos, tres. Tres. Mi interior se desinfla, agotado, y trato de controlar mi respiración mientras me escurro en el asiento trasero. Mamá sabe que me pasa algo, siempre lo sabe aunque no esté mirando, y su voz está cargada de preocupación cuando pregunta—. ¿Cómo te encuentras? 

Una respuesta sincera sería demasiado horrible, incluso para mí. Las veces que pierdo el control (casi todo el tiempo) nunca pienso en cosas agradables. Mi cabeza se llena de ideas malas. Así es como las llamo. Pero confío en mis padres, aunque papá haya estado callado durante todo el trayecto porque siempre que llora se lo noto en la voz y mamá conduzca más lento que de costumbre, así que respondo:

—Normal.

Pero debe de haber sonado como cargar con una maldición, algo terrible y doloroso, porque oigo a mi padre suspirar en el asiento del copiloto y mamá pisa el acelerador.

En cierto sentido, sí que podría referirme a mi problema como una maldición compartida. Mis padres no lo están pasando bien. Ni mis hermanos. Ni nadie que esté cerca de mí. ¿Cómo podrían? Todo empezó hace un año y medio. Era tarde, más de medianoche. Intentaba dormir después de haber celebrado el cumpleaños de mi madre, en casa. Había venido toda la familia, incluso un hermano de mi padre desde Japón. Sé que lo pasamos genial porque he visto fotos y mi boca esboza una sonrisa espontánea cada vez que hablamos de nuestras reuniones familiares, de lo unidos que estamos y hemos estado siempre a pesar de la distancia que conllevan unas raíces distintas. Quizás por eso sigo entero, porque ellos no han dejado que me caiga. Lo que pasó esa noche, lo que me impide recordar más allá de una felicidad pasada y descolorida, empezó como un juego tonto. Inocente. Repentino. Di un golpecito con los dedos en la pared porque no podía dormirme. Al principio fue solo un impulso, creo. Pero casi al segundo, tuve que dar otro. Y otro. Tres golpecitos que repetí, en intervalos que me permitieran contarlos, hasta que me quedé dormido.

El número tres me persigue desde entonces. Por la calle me da por contar cosas. Baldosas, flores, ventanas, las líneas blancas de los pasos de peatones, zapatillas de deporte. Siempre tengo que contar tres cosas de un mismo elemento. Ni una más ni una menos: tres. La angustia que me sacude si no consigo hacerlo o si alguien me interrumpe es tan grande que me deja bloqueado, como si mi mente fuera un enorme televisor con la pantalla congelada al que solo se te ocurre darle golpes para ver si arranca. Cuando completo la secuencia, puedo ponerme en movimiento de nuevo. Siempre se me queda una sensación rara en el pecho, como si hubiera pasado algo que no pudiera recordar.

Quizá eso explica por qué nunca le di mayor importancia a mi problema hasta que no quedó ni una gota de control en mí.

Lo del número tres era molesto, pero lo peor surgió poco después, en casa. Mi casa, el lugar del que guardo más recuerdos felices, el único sitio del que he logrado sentirme parte porque yo sin mi familia no soy nada, se volvió en mi contra. Era una tortura estar entre esas cuatro paredes. De pronto, tenía que tenerlo todo ordenado al milímetro. Nunca he sido de esa clase de adolescentes que dejan la ropa tirada por el suelo y la cama sin hacer por las mañanas, pero no necesitaba que las cosas tuvieran un sentido. Es difícil de explicar. Empecé a obsesionarme con los libros que había sobre el escritorio: tenían que estar en columnas perfectamente rectas y si algún libro sobresalía tenía que estar al lado, perfectamente alineado. El problema es que nunca lo estaban, aunque pudiera parecerlo. De eso me di cuenta después. De que la realidad es diferente según los ojos del que la mira. Los meses pasaban y ya no era solo el orden. Eran los colores, los tamaños, la distancia. Mi habitación se ha convertido en uno de esos cuartos de revista que todo el mundo quiere tener; solo que yo no puedo disfrutar de ella porque no hago más que ver errores y la ansiedad amenaza con derretirme las entrañas cada vez que quiero estudiar o simplemente dormir. Puedo estar más de dos horas ordenándola, salir a dar una vuelta y, al llegar, sin que me haya dado tiempo a tocar nada, volverla a ordenar porque siento que es un desastre.  

Pero lo que ha hecho que busque ayuda, lo más visible, lo que más preocupa a mis padres, es lo de las manos. Tengo que lavármelas. Constantemente. No es una opción, como dijo el psiquiatra que me vio hace unas semanas; yo no elijo gastar el jabón de manos cada dos días, ni poder apenas estirar los dedos porque los siento rígidos y destrozados. Tampoco es una necesidad. Es… no lo sé. Tengo que hacerlo, y punto. Para que las ideas malas no se hagan realidad. Para que los pensamientos horribles que se me cuelan en la cabeza, como que mis padres van a resultar gravemente heridos, que mi hermano pequeño va a morir, que yo mismo voy a morir, no se hagan realidad. Atraeré la mala suerte y las desgracias a mi vida y a las vidas de los que más me importan si desobedezco. No tiene sentido, pero lo sé. Sé que pasará. Los gérmenes, los gérmenes están por todas partes, y si me tocan la piel… si me tocan la piel…

—¿Falta mucho? —insisto, crispando las manos dentro de los bolsillos de mi abrigo y poniendo una mueca de dolor al sentir cómo la piel de los nudillos se agrieta aún más. Es probable que esté sangrando, pero no pasa nada. Mi sangre no puede hacerme daño.

Mamá me dice que no con la cabeza justo en el instante en el que el psiquiátrico se materializa frente a nosotros. Parece un monolito, tan alto, gris y en medio de todos esos árboles. Una enorme verja se abre para dejarnos pasar sin que tengamos que bajar del coche (a lo mejor tienen cámaras por todas partes, como en una prisión de verdad. Claro que, ahora que lo pienso, nunca he estado en una y las películas me parecen de todo menos fiables. Aunque… lo de los psiquiátricos como cárceles también lo he visto en las películas. Madre mía, ¿en qué estoy pensando?). No hay muchos coches dentro, cinco si contamos el nuestro. Al bajar, lo cuento dos veces para que así puedan sumar tres y tres. Papá me pasa un brazo por el hombro y mamá me alborota los rizos mientras entramos.

En realidad, la idea de internarme en este centro surgió de casualidad. Mamá no es buena amiga de las tecnologías, el GPS le parece un cacharro infernal. Se queja de que ha aprendido a hacer lo contrario de lo que le dice para poder llegar a su destino sin tardar el doble de tiempo, aunque yo creo que es más fruto de la suerte que de otra cosa. Hace un par de semanas estábamos yendo a visitar al psiquiatra ese que decía que lo mejor era atiborrarme de pastillas y que apretara los dientes cada vez que tenía una idea mala cuando el GPS nos llevó por aquí y vimos el centro. A mis padres les llamó la atención eso de que estuviera destinado solo para jóvenes y entraron a preguntar. Me aterrorizaba (y lo sigue haciendo) la idea de separarme de mi familia, pero en el fondo sabía que era lo mejor para mí. No podía estar en casa sin que me asaltaran mil pensamientos intrusivos; una vez llegué a escaparme a dormir al rellano durante la noche con tal de que me dejaran en paz. Mis hermanos me tienen miedo, yo me tengo lástima y miedo. No puedo seguir así. Por eso, cuando mis padres volvieron diciendo que habían hablado con los psicólogos del centro y que tenían una plaza para mí, intenté no sentirme culpable por el inmenso alivio que me inundó, eliminando parte de la tensión que me había acompañado durante tantas noches en vela, tantos días perdidos.

Esperaba otra cosa del psiquiátrico. Menos ruido, quizás. Que me recibiera una oleada de lamentos y silencio. Vale, eso igual es un poco exagerado. Pero, ¿lo que oigo a lo lejos son risas? No, definitivamente no esperaba que la gente se lo pasara bien aquí dentro. Cuento tres revistas con portadas blancas en una mesita y tres titileos de una bombilla a punto de fundirse antes de darme cuenta de que hay una mujer mirándome con una gran sonrisa frente al mostrador de recepción. Debe de ser alguien importante, porque lleva una bata blanca y una carpeta pegada al pecho. Se acerca a nosotros con decisión y yo me escondo inconscientemente detrás de mi padre, como hacía cuando era un niño y veía aproximarse a alguien desconocido.

—Buenas tardes, familia —nos saluda, con una voz jovial y cargada de energía. Sus rizos rubios forman una especie de aureola alrededor de su cabeza, están mucho más desperdigados que los míos. No sé explicar por qué, pero eso me da confianza—. ¿Os ha costado mucho llegar?

—Un poco —responde mi madre, sacudiéndose el abrigo—. El GPS está estropeado.

«Una manera elegante de decirlo». La mujer asiente y posa sus ojos claros en mí.

—Tú debes de ser Gus. —Su sonrisa se ensancha aún más cuando le digo que sí con la cabeza, todavía algo cohibido—. Encantada, yo soy Martha. De ahora en adelante seré tu psicóloga, ¿te parece bien?

Debería dejar de refugiarme tras la espalda de mi padre y dar un paso al frente, como hacen los adultos. Pero lleva los cordones del zapato derecho desatados y ahora que me he fijado ya no puedo dejar de mirarlos. Me hormiguean los dedos pensando en el roce del plástico, en la cantidad de bacterias que tiene que haber en su superficie después de haberlos arrastrado por el suelo. Pero si no le ato los cordones a papá, puede que contamine todo el psiquiátrico. Estoy a punto de agacharme y dejar que Martha piense de mí lo que quiera cuando se pone en marcha y mis padres la siguen. Desorientado y avanzando a trompicones, bajamos unas escaleras que conducen a un largo pasillo blanco con numerosas puertas a los lados. Aprovecho que Martha se para frente a una de ellas y trastea con la llave para ponerme de puntillas y susurrarle a mi padre:

—Los zapatos.

Sus ojos almendrados, suavizados en los bordes al igual que los míos, se clavan en mí unos instantes, como si pudieran leer mi angustia. Sin decir nada, se agacha y se apresura a hacer una lazada simple. No me doy cuenta de que estoy conteniendo la respiración hasta que un silbido de aire caliente escapa de mis labios.

Martha nos hace pasar a su consulta. Asombrado por la cantidad de plantas que tiene y el desorden, apenas puedo prestar atención a lo que nos dice. Me da una copia de mi horario, me explica dónde está cada cosa y cómo vamos a trabajar en mi recuperación mientras resuelve todas las dudas que tenemos. Papá y mamá hablan más de mi problema que yo mismo, pero es normal que cueste arrancarme más que un par de monosílabos inexpresivos. No sé qué voy a hacer todos estas… ¿semanas?, ¿meses? sin mi familia. Las lágrimas me arden en los ojos desde que les dije adiós a mis hermanos y, aunque tenga a mis padres al lado, anticipar su pérdida solo hace que me sienta peor. Pero sonrío, me muestro confiado cuando Martha lo hace, clavo con disimulo las uñas de una mano en los huecos de las otras porque no puedo soportar la hoja caída de esa planta, o que haya un número impar de tiestos. Eso tranquiliza a mis padres. Eso y mi psicóloga, a la que no le tiembla la voz cuando se levanta de su silla y dice:

—Ha llegado el momento de despedirse. Gus está en muy buenas manos, os lo puedo asegurar.

—En las tuyas, ¿no? —Se me escapa.

Martha me guiña un ojo y yo suelto una risita. Creo que eso es lo que termina de convencer a mis padres de que hemos tomado la decisión correcta. En el pasillo de nuevo, mamá llora mientras nos abrazamos. Intento no pensar en todo lo que voy a echar de menos. El olor a café recién hecho por las mañanas. Los gritos de mis hermanos ahora que han crecido un poco y han descubierto que pueden jugar con cualquier cosa. Nuestros domingos de series y palomitas. Mi madre alborotándome el pelo cada vez que pasa por mi lado. El jardincito que papá y yo empezamos a cultivar este verano. Me limpio la cara con el dorso de la mano mientras papá me abraza y lloro, lloro amargamente porque lo único que quiero es que no me toque porque no se ha lavado las manos después de atarse los cordones, pero no quiero decírselo.

Así que me odio un poquito más cuando nos separamos, aunque eso me da también más fuerza para querer cambiar y poder volver a casa siendo el mismo Gus de siempre. Subimos al vestíbulo en silencio y veo a mis padres marcharse con los hombros hundidos, desolados, sujetándose el uno al otro como si no pudieran dar un paso más sin caerse, como si les hubieran arrancado una parte de sí mismos. Duele, porque sé que es verdad. Que así es cómo se sienten. Lo sé porque yo siento lo mismo. «No llores, no llores», me repito, porque ahora el psiquiátrico está lleno de chicos y chicas de mi edad. Algunos me miran con curiosidad, como una chica morena con un vestido rosa chillón que me hace enrojecer al dedicarme una sonrisa coqueta; otros ni siquiera reparan en que ha llegado alguien nuevo. Noto los ojos rojos y me pican; tengo más miedo que en toda mi vida, pero no puedo sucumbir al pánico. Tengo que ser fuerte. Se lo he prometido a mis padres.

Sus siluetas se desvanecen tras las puertas del centro. Si no hubiera nadie mirando, quizás, correría tras ellos.

—Sé que es duro, Gus. —La voz de Martha es tan reconfortante… como si me apoyara la mano en el hombro. Mucho más agradable, en realidad, porque el contacto físico no lo llevo nada bien—. Pero pasará.

Sorbo por la nariz y esbozo una sonrisa triste.

—Como todo.

Martha me pide que la siga para que me enseñe mi nueva habitación. Cuento los escalones de tres en tres mientras subimos. Entonces empieza a guiarme por un pasillo estrecho, también con muchas puertas, y se me ocurre una cosa muy importante que todavía no he preguntado:

—¿Tengo baño en la habitación?

—No, pero hay un baño compartido en cada pasillo.

Trago saliva, agobiándome con todas las complicaciones que eso me traerá en el futuro.

—¿Puedo ir un momento?

Sé que no tengo que esperar a que Martha me dé permiso (no es mi profesora ni mi cuidadora), pero solo cuando la veo asentir me veo con libertad para correr al cuarto de baño más cercano y lavarme las manos con agua caliente, tan caliente que el vaho me empaña las gafas. Por suerte, no hay nadie cerca que pueda preguntarse por qué estoy gastando la mitad del bote de jabón si ya me las he lavado una, dos, tres veces.

Satisfecho, vuelvo con Martha. Mi habitación está a solo un par de puertas, aunque toda mi tranquilidad desaparece cuando entramos. No sé quién será mi compañero de habitación, pero lo tiene todo hecho una pocilga. La cama está sin hacer, hay una camiseta colgando de la lámpara, los cajones del armario están abiertos… Martha no pone el grito en el cielo, y eso me dice dos cosas: o Martha es igual de desordenada en su vida personal o yo estoy siendo un exagerado. Mezcla de las dos, seguro.

—Según el horario, ahora te tocaría una hora de gimnasio, sala común o biblioteca —me explica Martha, ladeando la cabeza—. Pero entiendo que estés cansado y prefieras ordenar tus cosas. —Tres mochilas descansan sobre la cama del fondo. Mi ropa, mis libros. Mamá y papá las trajeron ayer, para que no viniéramos cargados en la despedida. Aunque, sabiendo lo duro que ha sido esto para ellos, seguro que prefirieron hacerlo así para ir separándose poco a poco de mí—. No te saltes la cena, eso sí. Mañana nos vemos en nuestra primera sesión. Descansa.

Me despido de Martha, contento porque haya cerrado la puerta para así no tener que tocarla, y lo primero que hago es arreglar el caos que ha provocado mi compañero de cuarto. Estiro las sábanas de su cama hasta que no hay ninguna arruga visible. Guardo la ropa que tiene tirada de cualquier manara en el armario y aprovecho para dejarlo todo bien doblado y ordenado. Le dejo unas zapatillas cerca de la puerta e intento no mirarlas demasiado porque, por mucho que las toco, nunca me parecen lo suficientemente rectas. En toda la hora que me dedico a ordenar, voy a lavarme las manos tantas veces que pierdo la cuenta. Salgo, entro, salgo, entro.

Cuando estoy terminando con mis maletas, sudoroso y preguntándome qué habrá de cenar, oigo cómo la puerta se abre a mis espaldas. Me giro, con el corazón a mil, y descubro a un chico alto y rubio que mira la habitación como si hubiera entrado a un mundo desconocido. Después, repara en mí. Su expresión se endurece mientras entra, soltando un resoplido.

—¿Puedo ayudarte en algo? No —espeta, apoyándose en el armario mientras se cruza de brazos—. Ya veo que no, lo has hecho tú todo.

«Qué bien se me da hacer amigos», pienso, dando un tímido paso en su dirección y aclarándome la garganta.

—Me llamo Gus. Soy tu nuevo compañero de habitación.

—Eso imagino. ¿Quién te ha dado permiso para tocar mis cosas?

—Lo estaban pidiendo a gritos —farfullo. El chico inclina la cabeza, no me ha oído. Así que reformulo la respuesta—: Necesito… necesito tener la habitación ordenada. Siento si eso te ha molestado.

Sus ojos azules me evalúan, buscando lo que se esconde tras mis palabras. Parece que ha llegado a la conclusión de que lo mío con el orden no obedece solo a una manía, porque se relaja y sus labios dibujan algo parecido a una sonrisa.

—Vale, no pasa nada. Pero antes de tocar algo que no es tuyo, prueba a pedir permiso.

—Si fuera tan fácil, no estaría aquí —bromeo. Pero creo que el chico no lo pilla, porque frunce el ceño y parece incómodo—. Da igual, soy malísimo haciendo bromas. No volveré a tocar tus cosas sin tu permiso. No volveré a tocarlas —me apresuro a decir, cuando veo que se tensa otra vez—, en general.

—Perfecto. —Se pasa las manos por el pelo, y yo aprovecho para contar tres lunares que tiene en el brazo, en forma de triángulo—. Me voy al comedor. ¿Quieres… quieres venir?

No sé si es por la vacilación que noto en su voz o porque veo rastros de barro en la moqueta tras haberla pisoteado, pero niego con la cabeza y me retuerzo las manos.

—Iré más tarde, no te preocupes.

—Vale —responde, dirigiéndose hacia la puerta. Se para un segundo, me dedica una última mirada—. Me llamo Alec, por cierto.

Se va antes de que tenga la oportunidad de repetirle mi nombre. Igual con el enfado se le ha olvidado. Da igual, ya habrá más oportunidades. Tenemos que compartir habitación, después de todo. Animado, me agacho para limpiar el suelo.

Seguro que terminamos siendo buenos amigos.

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